Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

31 de mayo de 2012

Apócrifas morellianas (26)

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El ritmo provoca una expectación, suscita un anhelar. Si se interrumpe, sentimos un choque. Algo se ha roto. Si continúa, esperamos algo que no acertamos a nombrar. El ritmo engendra en nosotros una disposición de ánimo que sólo podrá calmarse cuando sobrevenga «algo». Nos coloca en actitud de espera. Sentimos que el ritmo es un ir hacia algo, aunque no sepamos qué pueda ser ese algo. Todo ritmo es sentido de algo. Así pues, el ritmo no es exclusivamente una medida vacía de contenido sino una dirección, un sentido. El ritmo no es medida, sino tiempo original

El ritmo no es medida: es visión del mundo.

Gracias al ritmo percibimos esta universal correspondencia; mejor dicho, esa correspondencia no es sino manifestación del ritmo. Volver al ritmo entraña un cambio de actitud frente a la realidad; y a la inversa: adoptar el principio de analogía, significa regresar al ritmo. Al afirmar los poderes de la versificación acentual frente a los artificios del metro fijo, el poeta romántico proclama el triunfo de la imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento lógico.

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Octavio Paz, El arco y la lira

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25 de mayo de 2012

Entusiasmosofía (VII)

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Tiempo atrás vimos en este blog el relato de la composición de la Marsellesa, tal como lo cuenta Stefan Zweig en sus Momentos estelares de la humanidad, para ilustrar los mecanismos cognitivos implicados por la cuestión del Rayuela insólito (véase artículo del 12/9/2010). De ese mismo libro de Zweig quiero reproducir ahora, en la sección de Entusiasmosofía, parte del capítulo dedicado a Händel, en el que el escritor austríaco, con la maestría que le es propia, nos muestra un hermoso y emotivo episodio de creación. La Gracia tiene en ello un protagonismo decisivo; he aquí lo que lo hace pertinente para nosotros.

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El capítulo lleva por título «La Resurrección de Georg Friedrich Händel. 21 de agosto de 1741» (Momentos estelares de la humanidad. Catorce miniaturas históricas , Barcelona, Acantilado, 2002, trad. por Berta Vias Mahou, pp. 95 a 119). Mi selección abarca desde la página 102 hasta la 111; para centrarme en la cuestión de la Gracia, prescindo del primer episodio relatado por Zweig, que describe un fuerte ataque de apoplejía sufrido por Händel unos años antes de lo que viene a continuación, y del que se recuperaría de forma milagrosa. Prescindo también del resto del capítulo (pp. 112-119), que relata la exitosa recepción de El Mesías, su filantrópico destino, y la muerte del compositor. Más allá de mi selección, me abstengo de realizar cualquier comentario para conducir el agua del texto al molino de mi Entusiasmo: el propio Zweig lo hace mucho mejor de lo que yo podría.

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El Mesías de Händel, por Zweig

(extracto)

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En el año 1740 Händel se siente de nuevo un hombre vencido, arruinado, escoria y ceniza del prestigio de otro tiempo. (...) Por primera vez, este hombre colosal se siente cansado. Por primera vez, el espléndido combatiente se ve vencido. Por primera vez, agotada, la sagrada corriente del placer creador, que desde hace treinta y cinco años desbordara fecunda todo un mundo, se paraliza. De nuevo, se ha terminado. De nuevo. Y el desesperado lo sabe o cree saberlo. Se ha terminado para siempre. ¿Para qué me permitió Dios resucitar tras mi enfermedad, si los hombres vuelven a sepultarme?, suspira. Sería mejor que hubiera muerto, en lugar de, como una sombra de mí mismo, vagar por este mundo helado, vacío. Y en su rabia a veces murmura las palabras de aquel que fue colgado en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

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(...) Durante esos meses Händel anda vagando de noche por Londres. Sólo muy tarde se atreve a salir de su casa, pues durante el día los acreedores esperan ante la puerta con los pagarés vencidos, para atraparle. (...) [En ocasiones] se sienta en una taberna. Pero a quien conoce la elevada embriaguez, dichosa y pura, de crear, le repugna el aguardiente de mala calidad. Y a veces, desde el puente clava la vista en el Támesis, en la negra y muda corriente nocturna. Y se pregunta si no sería mejor librarse de todo en un decidido impulso, para no tener que seguir cargando con el fardo de ese vacío, ni con ese horror a la soledad, abandonado por Dios y por los hombres.

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Una vez más había estado vagando de noche. Aquel 21 de agosto de 1741 había sido un día de calor insoportable. Como metal fundido, el cielo se cernía sofocante y bochornoso sobre Londres. Al anochecer Händel había salido a respirar un poco de aire en Green Park. Allí, a la sombra insondable de los árboles, donde nadie podía verle, donde nadie podía importunarle, se había sentado, rendido, pues aquel cansancio pesaba sobre él como una enfermedad. Cansancio de hablar, cansancio de vivir. Y, ¿para qué o para quién? Como un borracho, se dirigió hacia su casa (...) movido por un único pensamiento, un único afán. Dormir, dormir, no saber nada más, sólo reposar, descansar, a ser posible para siempre. (...) Por fin estaba en su habitación. Encendió el mechero y prendió la vela sobre el atril. Lo hizo sin pensar, de una manera mecánica, como lo había hecho durante años para sentarse a trabajar. Pues en otro tiempo –un lastimero suspiro escapó involuntario por entre sus labios– de cada uno de sus paseos traía a casa una melodía, un tema. Y a la vuelta siempre los anotaba con precipitación, para no perder durante el sueño lo que se le había ocurrido. Ahora, en cambio, la mesa estaba vacía. No había allí ninguna partitura. La rueda del molino sagrado seguía quieta en la corriente helada. No había nada que empezar. Nada que terminar. La mesa estaba vacía.

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Pero, no. ¡No estaba vacía! ¿No brillaba allí sobre el claro rectángulo un papel, algo blanco? Händel lo cogió. Era un paquete, y vio que tenía algo escrito. Al instante, rompió el sello. Encima había una carta, una carta de Jennens, el poeta que había compuesto para él el texto de Saúl y de Israel en Egipto. Le envía, dice, una nueva composición y espera que, misericordioso, el gran genio de la música, el phoenix musicae, se apiade de sus pobres palabras, y que con sus alas las transporte por el éter de la inmortalidad.

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Händel se estremeció, como rozado por algo desagradable. ¿Acaso Jennens quería burlarse de él, de él, del agonizante, del paralítico? Rasgó la carta, la arrugó y, arrojándola al suelo, la pisoteó.

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–¡Desgraciado! ¡Canalla! –bramó.

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Aquel inoportuno le había alcanzado en su herida más honda, más ardiente, desgarrándole hasta las entrañas, llegando hasta la más acibarada amargura de su alma. Furioso, sopló la vela, tanteó desconcertado hasta su dormitorio y se echó sobre la cama. Las lágrimas acudieron de pronto a sus ojos, y todo su cuerpo tembló con la rabia de su impotencia. ¡Maldito mundo, en el que aún se burlan del desvalido y en el que se atormenta al que sufre! ¿Por qué llamarle a él, al que se le había helado el corazón y al que ya no le quedaban fuerzas? ¿Por qué pedirle una de sus obras, cuando se le había paralizado el alma y sus sentidos no tenían ya vida alguna? Y ahora, a dormir, insensible como un animal. A olvidar. A dejar de ser. Pesadamente, aquel hombre alterado, perdido, se echó sobre su cama.

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Pero no pudo dormir. En él crecía la inquietud, una inquietud revuelta por la cólera, como el mar por una tormenta, una maligna y misteriosa inquietud. Se giró hacia el lado derecho y de nuevo se dio la vuelta hacia el izquierdo, y cada vez estaba más despierto. ¿No debería levantarse y examinar las palabras del texto? Pero, no, ¿qué efecto podía tener ya la palabra sobre él, el muerto? No, ya no había consuelo para él, a quien Dios había dejado caer en el abismo, apartándole de la corriente sagrada de la vida. Y, sin embargo, aún palpitaba en él un impulso, misteriosamente deseoso de saber. Y su impotencia no pudo sustraerse a ella. Händel se levantó, volvió a su gabinete y con las manos temblorosas por la emoción encendió de nuevo la luz. ¿Acaso un milagro no le había librado ya una vez de la parálisis del cuerpo? Tal vez Dios conociera también el remedio y el consuelo para el alma. Händel alzó el candelabro y lo acercó a aquellas hojas. El Mesías, ponía en la primera página. ¡Ah, de nuevo un oratorio! Los últimos habían sido un fracaso. Pero, intranquilo como estaba, volvió la hoja y comenzó a leer.

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Con las primeras palabras se estremeció. «Comfort ye». Así empezaba el texto. ¡Consolaos! Aquella palabra era como un sortilegio. Aquella palabra... No, no era una palabra, sino una respuesta, divina, una llamada angelical desde el cielo cubierto a su abatido corazón. Consolaos. Cómo sonaba aquella palabra creadora, edificante, cómo sacudía el interior de su alma atemorizada. Y apenas leída, apenas barruntada, Händel la oyó convertida en música, suspendida en las notas, convertida en una llamada, en un susurro, en un canto. ¡Qué felicidad! Las puertas se habían abierto. Volvía a sentir, volvía a oír la música.

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Las manos le temblaban mientras pasaba una página tras otra. Sí, había sido llamado, invocado. Cada una de aquellas palabras penetraba en él con un poder irresistible. «Thus saith the Lord». Así habló el Señor. ¿Aquellas palabras no eran para él, para él solo? ¿No era aquella la misma mano que le había arrojado al suelo y que después con su gracia le había levantado? «And he shall purify». Él os purificará. Sí, aquello le había sucedido a él. Y de una vez, las tinieblas fueron barridas de su corazón. Irrumpió la claridad y la pureza cristalina de una luz melodiosa. ¿Quién podía haber concedido tal poder reparador a la pluma de Jennens, a aquel poetastro de Gopsall, sino Él, el único que sabía de su desamparo? «That they may offer unto the Lord» Que ofrezcan sacrificios al Señor. Sí, encender una llama de sacrificio que brote del corazón ardiente, que llegue hasta el cielo, para dar respuesta, una respuesta a esa formidable llamada. Aquél «Proclama con fuerza tu palabra» era para él, sólo para él. Ah, proclamar aquello, proclamarlo con la impetuosidad de estremecedoras trompetas, del coro arrebatado, con el estruendo del órgano, y que una vez más, como el primer día, la palabra, el logos sagrado, despierte a los hombres, a todos ellos, a los otros, que aún caminan desesperados por la oscuridad. Pues en verdad «Behold, darkness shall cover the earth», la oscuridad cubre la Tierra. Y ellos aún no conocen la dicha de la redención que en ese instante ha tenido lugar para él. Y apenas lo ha leído, ya bulle en él a borbotones, plenamente formada, la exclamación de gratitud: «Wonderful, counsellor, the mighty God». Consejero admirable, Dios todopoderoso. Sí, ensalzarle, al Altísimo, que conocía el remedio y lo llevó a cabo. A Él, que devolvía la paz al corazón conturbado. «Pues el ángel del Señor se presentó ante ellos». Sí, con alas de plata había descendido hasta su cuarto. Y le había rozado y le había redimido. Cömo no agradecerlo, cómo no dar gritos de alegría y de júbilo con mil voces unidas a la suya propia. Cómo no cantar y glorificarle: «¡Glory to God!».

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Händel inclinó la cabeza sobre las páginas, como bajo una fuerte tormenta. Todo el cansancio había desaparecido. Jamás había sentido así su propia fuerza. Nunca antes había sentido que fluyera de ese modo, sin interrupción, toda aquella alegría creadora. Y una vez más las palabras caían sobre él como chorros de luz cálida y disolvente, cada una dirigida a su corazón, implorando, liberando. «Rejoice.» Regocijaos. Cuando, magnífico, se desató el canto de aquel coro, él levantó la cabeza maquinalmente, y los brazos se estiraron. «Él es el verdadero Redentor.» Sí, quería dar testimonio de ello, como no lo había hecho ningún otro mortal. Y como un rótulo luminoso elevar su testimonio sobre el mundo. Sólo el que ha sufrido mucho conoce la dicha. Sólo el que ha sido puesto a prueba vislumbra la última bondad de la gracia. Y él debe dar fe ante los hombres de la resurrección, por amor al que ha sufrido la muerte. (...) No, Dios no había dejado que su alma permaneciera en la tumba de su desesperación, ni en el infierno de su impotencia. A él, un hombre constreñido, olvidado. No, le había vuelto a llamar, para que llevara a los hombres un mensaje de alegría. «Lift up your heads.» Levantad la cabeza. Aquello, aquel gran mandato de anunciación, brotaba resonando desde su interior. Y de pronto se estremeció, pues allí, escrito por la mano del pobre Jennens, ponía: «The Lord gave the word.»

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Se quedó sin respiración. Había allí una verdad expresada por un hombre cualquiera. El Señor le había concedido la palabra. Le había sido dada desde arriba. «The Lord gave the word.» De Él venía la palabra. De Él, el sonido. De Él, la gracia. Y a Él había de volver. Había que elevarlo hacia Él con la marea del corazón. Cantar un himno de alabanza hacia Él era el deber y el deseo de cualquier creador. Ah, entenderla y retenerla, elevarla y sacudirla, la palabra, extenderla y propagarla, para que fuera tan amplia como la Tierra, para que englobara todo el júbilo de la existencia, para que fuera tan grande como Dios, que la había concedido. Ah, la palabra, mortal y perecedera, reconvertida en eternidad por la belleza y por un entusiasmo sin límites. Y allí estaba escrita, allí sonaba, la palabra que podía ser repetida, transformada hasta el infinito. Allí estaba: «¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! » Sí, había que reunir todas las voces de la Tierra, las claras y las oscuras, la enérgica del hombre, la flexible de la mujer, hincharlas, aumentarlas y modificarlas, enlazarlas y separarlas en rítmicos coros, dejar que ascendieran por la escalera de Jacob de los tonos. (...) ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya! Con aquella palabra, con aquella gratitud, crear un grito de júbilo que desde la Tierra resonara de vuelta hasta el Creador de todas las cosas.

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Las lágrimas oscurecieron los ojos de Händel. Tan formidable era la devoción que le oprimía. Aún quedaban páginas por leer, la tercera parte del oratorio. Pero tras aquel «¡Aleluya! ¡Aleluya!» no pudo continuar. Aquel regocijo vocal le colmaba, se tensaba y expandía, y dolía como un fuego líquido que quisiera salir a chorros, desbordarse. Ah, cómo apremiaba, cómo oprimía, pues quería salir de su interior. Quería subir y regresar al cielo. Con precipitación, Händel agarró la pluma. Y trazó unas cuantas notas. Uno tras otro, los signos se formaban con una mágica rapidez. No podía detenerse; como un barco con la vela hinchada por la tempestad siguió adelante, adelante. A su alrededor, la noche guardaba silencio, y una húmeda oscuridad se cernía sobre la gran urbe. Pero en él la luz discurría como un torrente. E imperceptiblemente la habitación resonaba con la música del universo.

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(...) En tres semanas Händel no abandonó la habitación. Cuando le traían la comida, precipitadamente desmenuzaba con la mano izquierda unas cuantas migas de pan, mientras la derecha seguía escribiendo, pues no podía parar, era como si le hubiera sobrevenido una gran borrachera. (...) Durante aquellas semanas Georg Friedrich Händel perdió la noción del tiempo, de las horas. Ya no diferenciaba el día de la noche. Vivía por completo en aquella esfera en la que el tiempo sólo se mide por el ritmo y el compás. Se agitaba arrastrado tan sólo por la corriente que brotaba de sí mismo, cada vez más salvaje, cada vez más apremiante a medida que la obra se acercaba a la sagrada catarata, al final. (...) En toda su vida, jamás le había sobrevenido un arrebato creador como aquél. Jamás había vivido ni experminetado la música de aquel modo.

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Al fin, al cabo de tres semanas –algo inconcebible aún hoy y para siempre–, el 14 de septiembre la obra estaba terminada. La palabra se había hecho música. Inmarchitable, florecía y resonaba lo que hasta entonces sólo era un discurso seco, descarnado. El alma inflamada había realizado el milagro de la voluntad, como en otro tiempo sobre el cuerpo paralizado el de la resurrección. Todo estaba escrito, creado, trazado, desplegado en melodía, en impulso. Sólo faltaba una palabra, la última: «Amén» (...) Y como el aliento divino, su fervor penetró en esas notas finales de su gran oración, que resultaron tan amplias como la Tierra y se llenaron de su plenitud. (...) colmó todas las esferas, como si en aquella triunfal melodía de agradecimiento también cantaran los ángeles, y el techo, con ese eterno «¡Amén! ¡Amén! ¡Amén!», saltara hecho pedazos sobre él.

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16 de mayo de 2012

«Encontrando a la Maga»

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En febrero pasado, Juan Bautista Morán, perseguidor infatigable de lo cortazariano, y algunas de cuyas fotografías figuran en este blog, me envió las actas de unas jornadas literarias dedicadas a Cortázar, con motivo del 40º aniversario de Rayuela, celebradas del 24 al 26 de abril de 2003 en Neda (A Coruña). Al enviármelas, me señalaba concretamente un artículo de Manuel Pérez Grueiro (pp. 72 a 79) dedicado a la persona de la que (presuntamente) proviene, mayormente, el personaje de la Maga. Se trata de una mujer cuya identidad se mantiene oculta por el ensayista, por expreso deseo de la misma, y por razones que se señalan en el artículo; en el texto se la nombra, convencionalmente, mediante el mismo nombre que recibe en el libro de Cortázar, Lucía. Sus datos biográficos coinciden con el personaje de Rayuela de un modo mucho más cuantioso que en el caso de Edith Arón, a quien tradicionalmente se había atribuido, en exclusiva, la inspiración real para el personaje. Ahora, con los nuevos datos aportados por Pérez Grueiro, la importancia de Edith Arón de cara a la Maga se adelgaza en gran medida, a favor de esta otra mujer relativamente desconocida.

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Al no desvelar la verdadera identidad de esta «Lucía», la información dada por Pérez Grueiro tiene el único aval de su firma. ¿Cómo podemos decidir, entonces, si se trata de una verdadera investigación, o es en cambio un ingenioso ejercicio de biografía-ficción? Por mi parte, no tengo ningún problema en dar el artículo por bueno: su tono me resulta totalmente convincente, y los datos, aportados en profusión, verosímiles. Es más: de hecho, me siento totalmente solidario con Pérez Grueiro, ya que con esta «Lucía» suya se halla en una situación hasta cierto punto análoga a la mía con el Rayuela insólito; no hay modo de probar documentalmente ni la existencia de esa mujer ni la del libro oculto, ya que Cortázar no habló nunca de ninguno de los dos. Sus razones tendría, tanto para un caso como para el otro.

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Ya sea real o ficticia, la existencia de esta «Lucía» no tiene ninguna trascendencia con respecto a la Teoría del Entusiasmo. La mujer de la que habla Pérez Grueiro y que mantuvo una relación con Julio Cortázar pertenecería en todo caso al mundo real, a la vida externa de Cortázar, mientras que prácticamente todo lo referido al Rayuela insólito pertenece a la vida interna del escritor. En mi opinión, la mujer llamada «Lucía» merece figurar en las biografías sobre el escritor, tal como figuran Edith Arón o Aurora Bernárdez, cada una con su respectiva importancia; pero la existencia de esa mujer no afecta al fondo de sentido de la obra. Así pues, si esta nueva Maga no aporta nada a la investigación sobre el Rayuela insólito, ¿para qué incluirla en este blog? El motivo reside en que Pérez Grueiro da apoyo a una parte de nuestro discurso al poner de manifiesto, desde un nuevo punto de vista, hasta qué punto era reservado nuestro escritor, y cómo era capaz de mantener bajo el más absoluto silencio aspectos importantes de su vida y de su obra, y que por esa razón siempre permanecerán inadvertidos para los que únicamente confían en los hechos (externamente) probados.

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ENCONTRANDO A LA MAGA:

La auténtica biografía de la uruguayita Lucía.

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(Dedicado al barrio del Cerro, infancia y juventud).

(A Julio Cortázar: gracias por La Maga).

(Para S.)

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Por Manuel Pérez Grueiro

(Los textos en cursiva y los números entre paréntesis son de capítulos de Rayuela.)

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“¿Encontraría a la Maga?”. Todos sabemos que esta es la frase con la que se inicia Rayuela, el gran libro escrito por Julio Cortázar. Sabemos también que esta pregunta que se hace a sí mismo Horacio Oliveira debe contestarse negativamente cuando remata la novela. La ha buscado por París, por Montevideo, cree verla durante el viaje en barco hacia Buenos Aires e incluso en la ciudad porteña. Pero ya nunca dará con ella. La ha perdido, doblemente, para siempre.

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Los lectores de Rayuela sabemos esto. Pero ¿dónde está la Maga? Como en aquella película de Hitchcock, la dama desaparece. Hay varias teorías: el suicidio, la continuidad de su vida en París, o un viaje, sea a Montevideo, a Lucca o a algún otro lugar: Montevideo, Lucca, un rincón de París, se dice en el capítulo 31. Pero nosotros no nos resignamos, vamos a buscarla. Hay, entonces, que iniciar toda una investigación detectivesca a partir de los pocos datos que tenemos. La gente deja rastros, hay documentos: nacimiento, educación, trámites administrativos. Por ahí, con ayuda de varias personas, he comenzado a buscarla.

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Y puedo decir que la investigación ha dado frutos: la Maga existe, está viva. La he encontrado. Y en largas charlas con ella, he logrado reconstruir su biografía, su pasado y su presente…

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y de golpe, entre dos medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida (1)

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Ahí van estos apuntes sobre ello. Reconstrucción en tres movimientos:

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1. LUCÍA:

INFANCIA Y ADOLESCENCIA

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La investigación comienza con los escasos datos que tenemos, aunque suficientes para acercarnos a ella. Y poco a poco vamos haciéndonos con nuevas certezas. Sabemos dónde nace, conocemos aproximadamente su edad, y algunas pistas más. Comencemos por ahí.

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Primero su lugar de nacimiento: el Cerro de Montevideo. Fundado en 1834 con el nombre de Villa Cosmópolis, es un conglomerado, un crisol, un menjunje de nacionalidades. De ello da fe su nomenclátor. Como homenaje a sus habitantes llegados de todos los continentes, sus calles llevan nombres de unos treinta países, once ciudades y cinco provincias o regiones de todo el mundo, tal cual son sus gentes.

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Luego de varios meses de búsquedas en Montevideo, en París y en otras ciudades, reuniendo documentos y testimonios orales, hemos averiguado que Lucía (no diré sus apellidos por expresa petición de ella) nació —como ya sabíamos— en el Cerro de Montevideo, más concretamente un día 30 del mes de abril del año 1933. También sabemos ahora que su padre (nos guardamos sus datos identificatorios) era de procedencia italiana —hijo de obrero toscano de ideología anarquista, llegó al Uruguay con apenas cuatro años, por lo que apenas recordaba su tierra natal— y su madre uruguaya, de origen incierto. Ésta murió siendo La Maga muy niña. No estaban casados: lo suyo era un mero concubinato, un arrejuntarse. Su padre la fue criando como pudo y supo, más bien mal, al principio con ayuda de las hermanas de la madre, luego solo. Y así empezó todo.

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El hombre había llegado al Cerro de Montevideo por el final de la década de los años 20, con un pasado algo turbio, luego de un confuso incidente con implicaciones de violencia y sangre en el interior del país. El padre de Lucía nunca habla de ello, aunque, a veces, entre vapores de grappa, suelta algún pequeño trozo de historia.

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El abuelo italiano de Lucía, natural de Lucca, en la Toscana, operario fabril del tabaco desde muy joven, comenzó pronto en Italia una militancia sindical que al final desembocaría en acciones violentas que le obligarían a exiliarse con toda su familia, mujer y tres hijos pequeños. Unos parientes lejanos le hablaron bien del Uruguay y allá se fue, en la bodega de un viejo barco, buscando a otros toscanos emigrados, vecinos de su pueblo, que no aparecerían nunca. Tal vez no buscó con muchas ganas.

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Siempre le hablaba a su hijo, y luego a su nieta, de su Lucca natal, con cierta nostalgia. Al morir el viejo, cuando Lucía tenía nueve años —lo visitaban algunas veces en el barrio de La Unión, donde el abuelo tenía su taller de zapatería, otras venía él al Cerro. Le cayó simpático, le contaba historias— el padre de la Maga sólo heredó el apellido, una vaga ideología anarquista y unos relatos sobre aquella vieja ciudad de la Toscana, que apenas conocía, casi no recordaba, pero de la que decía que algún día visitaría. Y de ello hablaba con Lucía, urdiendo planes de viajes siempre postergados. Viaje que nunca ocurrió, nunca salió de la Villa. Yace enterrado en el cementerio del Cerro, cerca del barrio Casabó, su último y corto viaje.

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Pero de Lucca –según le decía siempre su padre— salió el nombre de Lucía. Si hubiera nacido varón, sería Lucas. (Y no de Santa Lucía, muy popular en Italia, como algunos comentaristas y críticos cortazarianos, equivocadamente, sostienen. Ya conocemos —según nos contará la Maga— las creencias de su padre, su ateísmo y su furibundo anticlericalismo).

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El tano, como siempre sería conocido, fue muy poco a la escuela y con menos de doce años comenzó trabajando en diversos oficios (zapatero remendón con su padre, albañil, peón de chacra en el interior del país, donde tuvo un altercado nunca bien aclarado), hasta que recaló en los frigoríficos y, por ende, en la Villa. Se afilió a la Federación Autónoma de la Carne, el mismo año de su fundación, en 1942. Tuvo algún relieve militante y vivió varios conflictos. Conoció a una mujer y tuvo una hija.

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Pero no era un trabajador muy consecuente ni dinámico, lo hacía por temporadas, más bien cortas, con otras más largas de descanso, ociosidad de patio y boliche, sobre todo desde la muerte de su mujer. Digamos que era un friyero intermitente, trabajaba cuando le era muy imprescindible. En esos momentos no le importaba sudar veinte horas seguidas, conseguir dinero, y luego descansar mucho tiempo, no madrugar (lo odiaba). Le gustaba pasarse las mañanas tomando mate y oyendo música, dormir unas buenas siestas, y por las tardes emprender una odisea alcohólica, un periplo con puerto en cada esquina con boliche, a lo largo de la calle Grecia, arteria principal de la villa: el bar del gallego en la esquina de Prusia, el de Ecuador, el de Austria, el del italiano de China, una pequeña vuelta al mundo en menos de un quilómetro, volver a su Ítaca borracho, pegarle a su hija… A veces daba un paseo hasta la peluquería de Bezzoso, compatriota y quizás uno de sus pocos amigos, para charlar de la bella Italia. Algún domingo iba al fútbol, siguiendo al Club Atlético Cerro. Lucía, sin embargo, como una forma de rebeldía, por llevarle la contraria, se hizo hincha de Rampla Juniors.

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Pero volvamos un poco atrás en el tiempo. La pareja de futuros padres de La Maga vivió en diversos barrios, casi siempre en habitaciones alquiladas o en pensiones baratas, para finalmente instalarse en un viejo conventillo en la zona donde hay varios, más abajo de la calle Turquía, muy cerca del río (de la Plata), próximo al muelle donde atracaba el vaporcito que unía el Cerro y la Aduana. Allí les nacería una hija que recibiría el nombre de Lucía. Se quedaron con una pieza que tenía anexo un altillo —al que se accedía por una estrecha y empinada escalera—, que años más tarde, bastante después de morir la madre, fue la habitación de la niña que ya crecía demasiado para dormir en el mismo dormitorio que su padre. Allí gozaba de una cierta intimidad e independencia y le gustaba, porque a través de un reducido ventanuco se veía un pequeño trozo de mar. Este cubículo fue el escenario de un suceso dramático y brutal que la marcaría para siempre y que todos conocemos por Rayuela.

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El padre vivía su vida y, muy al final, dejaría hacer la suya a su hija. Al crecer, ella se hizo cargo de la casa: la limpieza, la comida, las compras de alimentos en el almacén del turco… Aunque muchas veces, los primeros años, la controlaba excesivamente, la vigilaba, le impedía salir y, alcohol mediante, le levantaba la mano, casi siempre sin razón alguna ni nada que mediara. Muchas veces por culpas propias del padre, enfadado consigo mismo, con su soledad y los recuerdos negros de tiempos pasados. Y tal vez hubo algo más, lo dicen las pesadillas de la Maga.

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¿A usted le vuelve su papá? Quiero decir el fantasma (12).

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La niña fue a la vieja escuela Checoslovaquia ―Portugal esquina Francia, a nueve cuadras de su casa—, entre los años 1940 y 1948. De allí saqué la primera pista para localizarla. Sabemos que tenía unas buenas amigas en la infancia, vecinas de barrio y compañeras de colegio: Chempe, Graciela, Luciana.

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La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre… (4)

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Con ellas, Lucía inventó un lenguaje para comunicarse en clave: el glíglico, mezcla de los varios idiomas que las niñas oían en sus casas de barrio realmente cosmopolita (ruso, lituano, griego, armenio, gallego, italiano…) con añadidos de su propia creación, y con palabras raras sacadas del diccionario.

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El glíglico lo inventé yo dijo resentida la Maga (20)

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Gracias a los buenos oficios del bibliotecario municipal, Fernando, que hizo una inmersión en los viejos archivos escolares, dimos con aquellos nombres: en una clase coincidían Lucía y dos de sus amigas. A partir de aquí comenzamos a tirar del hilo que nos lleva al ovillo. De Chempe no sabemos nada. Era una vecina del barrio que iba a un colegio de monjas. Se mudaron a otra zona de la ciudad. Luciana, años después, se marchó a Australia con su familia. Primero llegaron cartas, luego alguna postal navideña, luego nada. La única que permaneció en el barrio, incluso en la misma casa, fue Graciela: a ella tenemos que agradecerle llegar hasta el final de nuestra búsqueda.

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Lucía no tiene buen recuerdo de su paso por la escuela, ocurrieron tantas cosas. De hecho, dadas las continuas mudanzas, y luego la muerte de su madre (su padre se despreocupó por completo), comenzó la escuela un año más tarde de lo normal, a los siete años cumplidos. Y repitió los dos últimos cursos, el quinto y el sexto. Por ello, siempre estuvo un poco como fuera de lugar: era mayor que sus compañeros, aunque era algo menuda físicamente, y desde luego, bastante madura. No ponía mucho de sí ni ansias de aprender, era un poco vaga y soñadora. Sin embargo, destacó en algunas materias escolares, pero especialmente en canto y música. También le gustaba la Geografía: los mapas, los viajes. Tal vez alentada por la multiplicidad de nombres de países que pueblan el callejero cerrense, le gustaba perderse por las tardes en las páginas de los atlas y las enciclopedias, empapándose de los textos, fotos y planos de todas aquellas naciones. Para ello iba caminando las veinte cuadras que separaban su casa, en aquel entonces, de la biblioteca municipal, ubicada en el Barrio Obrero, cerca de La Curva de Tabárez. Soñaba con viajar, algún día, por todos esos países. Los más cercanos a su casa: Grecia, Turquía, Egipto, entre otros, despertaban su imaginación, sus deseos de escapar. Era la época de fin de escuela primaria y fundamentalmente de estudiante de secundaria, cuando ya su padre le daba más rienda suelta.

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En cuanto a música y canto, llegó incluso a ser la voz solista del coro escolar. En esas cosas que le gustaban, sí que se volcaba. Tuvo una buena profesora particular de música que apreció sus virtudes, la maestra Puchetta, también de origen italiano. Por sus manos han pasado varias generaciones de alumnos. Era una gran amante de la ópera y en ello coincidía (era lo único) con el padre de Lucía, quien con una vieja vitrola pasaba las horas ociosas escuchando arias y canzonettas. La conjunción de estas dos influencias determinó, teniendo en cuenta la buena voz de Lucía, un gran impulso a esta temprana vocación hacia el canto.

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La Maga cantando Schumann nos gustaba bastante (2)

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Lucía recordará, en las charlas conmigo, que ésta es tal vez una de las pocas cosas positivas que la unieron a su padre, la única en la que él la apoyó. Cuando escuchaba los viejos discos de pizarra, su progenitor hasta se portaba cariñosamente, era casi dulce con ella. Eso y las charlas sobre Lucca, donde el hombre ensoñaba, tenía nostalgias de un futuro viaje hacia la ciudad que ambos (des)conocían de oídas, y ella también de leídas. Fueron las dos únicas herencias que le legó su padre: el amor por el canto y las ansias por conocer Lucca.

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Esta querencia por la música hizo que Lucía pudiera seguir estudiando luego de acabar la primaria. En eso sí contó con el respaldo de su progenitor. Con grandes dificultades pero con un recién despertado entusiasmo, iba todos los días hasta el centro ―en un interminable viaje en el tranvía 16, y luego caminar o, si el clima era malo, un segundo itinerario en ómnibus, tiempo que aprovechaba para leer, pensar, soñar―, a cursar el Liceo en el viejo IAVA. La universidad chica, como se conocía a este instituto docente de enseñanza secundaria, estaba ubicada precisamente detrás de la Universidad de la República. Le agradaba mucho salir del barrio. Era, al fin de cuentas, un pequeño viaje. Le gustaba el centro de la ciudad: se parecía, en algunas zonas, a las fotos de París. A veces se quedaba ensoñando, creyendo, deseando estar allí. A duras penas acabó los cuatro años, entre 1949 y 1952, aunque tuvo un buen rendimiento en francés y en inglés, así como en lengua y literatura. Inició el preparatorio para ingresar en la Universidad, pero ahí acabó (o comenzó) todo.

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Siguió recibiendo clases particulares de música y canto, con el apoyo extraña y felizmente entusiasta, cosa rara, de su padre. Poco a poco fue haciéndose carne la idea de dedicarse profesionalmente e incluso de viajar a Europa para profundizar en su formación y conocimientos. Pero las cosas no saldrían tal y como se esperaba. La vida se precipitó sobre ella, golpeándola, violentándola.

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…se oía el ronquido de mi papá, de un momento a otro iba a asomar una mano, los ojos, y después la nariz como un gancho, no, no vale la pena que le cuente todo eso… (12)

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Eligió irse. Pero antes pasaron muchas cosas. Aunque Lucía las cuente con una aparente calma y distanciamiento, la tragedia deja profunda huella.

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―Ella sufre en alguna parte. Siempre ha sufrido (1)

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Era el año 1954, sin siquiera cumplir los 20 años…

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y cuánto le había dolido que Luciana no fuera a despedirla al barco (4)

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Tal vez por presión familiar (el embarazo convertía a Lucía en apestada, para alguna gente, tal la familia de su amiga).

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Y además estaba Rocamadour dijo la Maga.

Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga no parecía dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de Rocamadour, aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a lamentarlo (4)

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…la Maga se limitaba a decir que su hijo se llamaba como su padre pero desaparecido el padre había sido mejor llamarlo Rocamadour… (2)

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Al final, después de (o por) todo lo ocurrido, dio el salto. Rumbo a Europa, a París, la meta de cualquier viajero o soñador por esos tiempos. Con algo menos de veinte años, sola, con un bebé y casi sin dinero. Escapaba del pasado, que sin embargo siguió persiguiéndola en sus pesadillas, en sus recuerdos. Cuerpo y alma heridos.

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Esta mocosa, con un hijo en brazos, para colmo, se metía en una tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo (4)

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Poco a poco hemos ido conociendo sus tragedias, su niñez y adolescencia heridas, violentadas. No fue uno, sino que fueron varios episodios. Parecía que tuviera un pararrayos encima de la frente. Víctima de la vida, siguió viviendo, lanzándose hacia delante, con resignada determinación, aceptando lo que le pasaba como si fuera natural y lógico. Doblándose ante cada agresión, pero sin romperse, junco azotado por los vientos de la desgracia. Fatalista, pero sin detenerse, siempre buscó salir, y salió, herida pero más templada.

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…pero la Maga sufría de verdad cuando regresaba a sus recuerdos… (5)

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Sin embargo, con bastante naturalidad, como si no tuviera importancia, fue contando su pasado, sin afectación, sin falsos pudores y sin dramatismo.

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Gregorovius oía en un susurro Montevideo vía la Maga, y quizá iba a saber por fin algo más de ella, de su infancia…

Mi vida —dijo la Maga— ni borracha la contaría. Y no me va a entender mejor porque le cuente mi infancia, por ejemplo. No tuve infancia, además. (…)

—Yo en Montevideo. Le voy a decir una cosa, a veces sueño con la escuela primaria, es tan horrible que me despierto gritando. Y a los quince años, yo no sé si usted ha tenida alguna vez quince años. (…) Yo sí, en una casa con patio y macetas donde mi papá tomaba mate y leía revistas asquerosas. (11)

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Las violaciones comenzaron a los trece años, en su casa, un vecino, tal vez su padre (?). Más tarde una pandilla, unos patoteros. Al final, otro hombre, un embarazo, Rocamadour…

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Como podía yo sospechar que aquello que parecía tan mentira era verdadero, un Figari con violetas de anochecer, con caras lívidas, con hambre y golpes en los rincones (1)

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En París creyó encontrar, por fin, el amor, pero la vida no le dejaba ponerse en pie, después de tantos golpes y caídas. En un momento determinado, tal vez por una necesidad imperiosa de sacarse de dentro todo, como un exorcismo, contó en el Club de la Serpiente casi todo su pasado.

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Vivíamos muy cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años, me acuerdo tan bien. Un cielo azul, trece años, la maestra de quinto grado era bizca. Un día me enamoré de un chico rubio que vendía diarios en la plaza. Tenía una manera de decir ―”dário” que me hacía sentir como un hueco aquí… Usaba pantalones largos pero no tenía más de doce años. Mi papá no trabajaba, se pasaba tomando mate en el patio. Yo perdí a mi mamá cuando tenía cinco años, me criaron unas tías que después se fueron al campo. A los trece años estábamos solamente mi papá y yo en la casa. Era un conventillo y no una casa. Había un italiano, dos viejas, y un negro y su mujer que se peleaban por la noche pero después tocaban la guitarra y cantaban. El negro tenía unos ojos colorados, como una boca mojada. Yo les tenía un poco de asco, prefería jugar en la calle. Si mi padre me encontraba jugando en la calle me hacía entrar y me pegaba. Un día, mientras me estaba pegando, vi que el negro espiaba por la puerta entreabierta. Al principio no me di bien cuenta, parecía que se estaba rascando la pierna, hacía algo con la mano… Papá estaba demasiado ocupado pegándome con el cinturón. Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber siquiera que se ha entrado en otra vida. Esa noche, en la cocina, la negra y el negro cantaron hasta tarde, yo estaba en mi pieza y había llorado tanto… (…) salí y fui a beber de una canilla…

(…)…papá se había ido al boliche del tuerto Ramos (…) y me volví a mi pieza que estaba arriba, subiendo una escalera de fierro… Cuando iba a encender la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor… (15).

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Cuando se fue de la pieza era casi de madrugada, y yo ya ni sabía llorar (16)

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Este largo párrafo condensa toda la tragedia de la Maga. Pero hay más:

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…el negro Ireneo (después, cuando agarraba confianza, la Maga le contaría lo de Ledesma, lo de los tipos la noche de carnaval, la saga montevideana completa)… (16)

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2. EN PARÍS, CON ROCAMADOUR (Y CON HORACIO)

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En París intenta comenzar otra vida, se esfuerza, busca el amor, tiene con ella a su hijo, al que sin embargo debe dejar al cuidado de una nodriza para que el bebé esté bien alimentado, ya que ella no puede darle lo suficiente y así, al mismo tiempo, poder trabajar en lo que encuentra para poder vivir, pagar su habitación, las clases, sus alimentos y la manutención del bebé, y sueña.

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Sabemos cómo es la Maga. Nos la describe muy bien Horacio en el primer capítulo.

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un mundo-Maga que era la torpeza y la confusión pero también helechos con la firma de la araña Klee, el circo Miró, los espejos de ceniza Vieira da Silva, un mundo donde te movías como un caballo de ajedrez que se moviera como una torre que se moviera como un alfil.

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Conoce a Horacio después de otros hombres que no le dan nada, cree encontrar por fin lo que busca y necesita, pero se equivoca, se frustra una vez más. El capítulo 20 y siguientes son bien ilustrativos.

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—No tiene nada que ver —repitió la Maga—.¿Por qué me hacés sufrir, bobo? Ya sé que estás cansado, que no me querés más. Nunca me quisiste, era otra cosa, una manera de soñar. Andate, Horacio, no tenés por qué quedarte. A mí ya me ha pasado tantas veces… (…)

dijo la Maga, mirándolo—. Primero el negro. Después Ledesma.

—Después Ledesma, claro.

—Y los tres del callejón, la noche de carnaval.

—Por delante dijo Oliveira, cebando el mate.

—Y monsieur Vincent, el hermano del hotelero.

—Por detrás.

—Y un soldado que lloraba en un parque.

—Por delante.

—Y vos.

—Por detrás. Pero eso de ponerme en la lista estando yo presente es como una confirmación de mis lúgubres premoniciones… ( 20 )

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Lucía necesita un hombre bueno, cariñoso, comprensivo, nada complicado, que le aporte paz a su cuerpo y a su alma heridos. Oliveira no se da, no se abre, no hay verdadera entrega. La decepciona, la abandona emocionalmente, aún antes de dejarla sufriendo sola, antes de la separación física y real. No necesitamos transcribir los capítulos desde el 20 al final de la primera parte de Rayuela. Volvamos a leerlos. Allí está todo. Se trae al bebé con ella, está enfermo, y Lucía cree que puede cuidarlo, que debe hacerse cargo a pesar de su torpeza, de su falta de medios.

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Llega así la ruptura total: la muerte de Rocamadour, la separación final, la desaparición de la Maga. Y luego el hundimiento emocional y moral de Oliveira, la búsqueda de ella, un poco tarde ya, sin posibilidad de demostrarle su arrepentimiento. Lucía desaparece y Horacio se tira, metafísicamente, al río.

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Se habla de que ella anda por allí, muy cerca: Pola, enferma, la ha visto. Lucía la cuida, es su enfermera.…

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Oliveira le ha preguntado a Wong si era cierto que la Maga estaba viviendo en un meublé de la rue Monge… (35)

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Se habla también (Ossip) de posibles destinos:

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—¿Adónde?

—Habló de Montevideo.

—No tiene plata para eso.

—Habló de Perugia.

—Querés decir de Lucca. Desde que leyó Sparkenbroke se muere por esas cosas. Decime bien clarito dónde está.

—No tengo la menor idea, Horacio… (29)

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Montevideo, Lucca, un rincón de París.

—Y ahora se va a volver a Montevideo, y va a recaer en esa vida de…

—A lo mejor se fue a Lucca. En cualquier lado va a estar mejor que con vos (31)

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3.-EL REGRESO / EL REENCUENTRO.

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Al final localizamos a Graciela, la amiga de la niñez de la Maga. Vive aún en la misma casa de la calle Barcelona, entre Grecia y Chile. Nos contó que, al principio, recibió desde París alguna carta (que lamentablemente no conserva), pero luego perdió el contacto y no supo nada más de Lucía.

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Pero –aquí la gran revelación, la noticia— años más tarde, estando Graciela en el viejo cementerio del Cerro donde están enterrados sus padres, a los que llevaba una vez al mes por lo menos unas flores, vio, ante la tumba del padre de Lucía (él no hubiera querido ser enterrado allí, pero no dejó escrita ninguna voluntad, cuando murió de cirrosis y tal vez de algo más), muy próxima, a una mujer que, muy concentrada, miraba en silencio la modesta lápida. Al oír pasos, aquella mujer se volvió, la miró con indiferencia un instante y siguió en su contemplación. A Graciela le bastó para reconocerla. A pesar del paso del tiempo, no tuvo dudas: era Lucía. No había cambiado mucho, se mantenía delgada y joven, aunque su rostro mostraba el paso de la vida. Después de un rato de indecisión, la abordó. Perdoná, ¿no sos Lucía?... Soy yo, Graciela, la gringa, tu amiga de la infancia.

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La respuesta no fue inmediata, pareciera que la Maga volvía de otro plano de la realidad, desde muy lejos, que le costaba conectar con el aquí y ahora, luego de retroceder más de veinte años. Por fin, su mirada pareció aclararse, como el diafragma de una cámara fotográfica que debe enfocar otra distancia para hacer nítida la imagen. Tuvo como un estremecimiento, hasta intentó hablar, pero le costó trabajo. Al final se serenó, la reconoció, la abrazó y hablaron. Ahora sí, largamente, sentadas en un banco de piedra. Graciela supo así que Lucía, al final de su vida en París ―amor, muerte de su hijo, desamor―, estuvo girando por algunos barrios, sin saber qué hacer, vacía, otra vez herida, esta vez más profundamente por sentirse abandonada, traicionada, cuando más cariño precisaba.

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En un momento determinado, sopesando si volver a Montevideo (demasiados recuerdos ingratos), quedarse en París (no quería encontrarse con Horacio), tirarse al río (no se declaraba vencida), decidió que tal vez era hora de visitar Lucca, tierra de su padre y su abuelo, que casi conocía por los relatos de su progenitor, por las lecturas en la biblioteca municipal. Iba bien documentada: la catedral de San Martín, las múltiples iglesias (San Michele in Foro, sobre todo), los palacios, las murallas y las viejas calles, todo estaba en su mente y en su mirada, a través de aquellas fotografías del tomo 14 de la Enciclopedia.

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Hablaba bastante bien el italiano ―que estudió en el primer año del preparatorio preuniversitario, el único que medio cursó– mezclándolo con algo de cocoliche, recuerdo de su padre y de un vecino italiano, por lo que creía que no tendría problemas de comunicación. Además, Lucca era la cuna de Puccini, y esa desde luego era una buena excusa. También quería encontrar la vieja fábrica de tabaco donde trabajó su abuelo. Y así, sin decir nada a nadie, se metió en un tren y allá se fue. Y no le fue tan mal. Por lo menos tuvo algo de paz, que le hacía mucha falta para curar todas las heridas.

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Graciela le preguntó sí venía a rezar por su padre. Lucía la miró como si estuviera loca: no, sólo quería asegurarse de que estaba realmente muerto. –un respingo de la amiga― No porque lo odiara, eso fue hace mucho, ya sólo le quedaba un vago resquemor. Era para que, por fin, el fantasma que la rondaba por las noches la abandonara para siempre, para sentirse libre de esa parte de su pasado.

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Y aquí se acabó toda su relación familiar: a la abuela italiana no la conoció, ya había muerto antes de nacer ella. De sus tíos, la Maga no tiene noticias, sólo sabe que se fueron a Buenos Aires. De la familia de su madre –sus tías-- nunca más supo nada. No es que no les tuviera un cierto aprecio, recuerda con agrado el poco tiempo que ellas la cuidaron, más bien lo cierto es que no se interesó lo bastante.

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La amiga la invitó a ir a su casa, a comer juntas, le preguntó donde estaba parando, cuánto se quedaría. Lucía, con delicadeza, rechazó la invitación: no quería volver al barrio, no tenía más que algunos recuerdos no muy agradables, llagas aún abiertas, ya no conocía a nadie. Pero sí quedaron al día siguiente en el centro a comer algún chivito, antes de que ella se marchara, primero a Buenos Aires y luego otra vez a Europa. Charlaron toda la tarde, tomaron varios cafés, se pusieron al día en informaciones mutuas, se abrazaron y ella se marchó. No volvieron a verse, aunque se escriben de vez en cuando. La Maga le dijo, sin embargo, que esperaba volver un día a visitar el Cerro, no a vivir, pero sí a recobrar lo que de bueno hubo, una vez ya curadas las heridas.

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Graciela me dejó las señas de Lucía: ahora vivía en España, en Barcelona, otra gran noticia. ―¿Viste, Graciela? Ahora vivimos las dos en la misma calle, o en la misma ciudad —le dijo, riéndose. Le gustó verla reír. La he llamado, hemos quedado en su casa, nos encontramos. Me dice que ha vuelto alguna vez al Cerro, pero sin avisar a nadie: recorriendo las calles, mirando a los niños salir de la escuela, pasando frente a las casas que conocía. El conventillo ya no existe: sólo queda un viejo trozo del muro original, ahora hay una casa nueva. Esa parte de su pasado también ha sido borrado. Capítulo cerrado. Sólo guarda en su memoria las buenas cosas: la amistad, la música, la playa del Cerro, los libros de la biblioteca, que ya no es la misma… Está curada.

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De París, de Rocamadour y de Horacio no quiere hablar: ya se ha dicho bastante, dice, está todo dicho.

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Pero ¿qué pasó después de París? Sabemos ya –por Graciela― que luego de un tiempo se fue a Italia, en busca de Lucca, pretérito imperfecto y que será futuro (casi) perfecto.

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Llegó y casi creyó haber estado allí alguna vez: reconoció calles, rincones, monumentos. Hasta olores y personas le parecieron conocidos. Estuvo unos días vagando, viviendo en una pequeña pensión. Encontró, incluso, la vieja casa familiar y la fábrica de tabaco en la que trabajó su abuelo, que años más tarde sería transformada en un centro cultural. Encontró también a varios parientes, pero la relación no fue a más. De casualidad, dado su conocimiento mediano de varias lenguas, consiguió trabajo. No le ocurrieron grandes cosas, ni buenas ni malas, que era lo que necesitaba.

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Tiempo más tarde intimó con un hombre algunos años mayor que ella, comerciante de cierta prosperidad, tranquilo y bonachón, algo soso y gris, pero muy amable. Estuvieron saliendo varios meses, sin gran entusiasmo por parte de ella pero muy a gusto con esa paz, sin sexo de por medio (él era muy católico), hasta que él le propuso matrimonio y ella aceptó. No tuvieron hijos. Un matrimonio burgués, respetable y próspero, que me recordó a un cuento del escritor checo Carel Capek sobre la “verdadera historia de Romeo y Julieta, donde no hay lugar para el romanticismo, y que culmina con el aburguesamiento, mediante matrimonio de conveniencia, de Julieta.

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Por fin Lucía había encontrado la paz que le hacía falta. Después de quince años de matrimonio, a él se le ocurrió morirse de un infarto. Sola, sin hijos y con dinero, se dedicó a viajar, una gran pasión platónica desde niña. Comenzó a conocer in situ los países-calles del Cerro. Y volvió un par de veces a Montevideo.

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Los veranos ―aún en vida de su marido― los pasaba en España. Añoraba el idioma. Pero además le gusta la playa, el mar. Le agradó Barcelona, donde se compró una casa, que le gustó porque desde su ventanal se ve un gran trozo de mar. Le encanta subir por la noche al Montjuic, pensar que está en La Fortaleza (del Cerro), ver las luces abajo e imaginar que está realmente en la falda del Cerro, con la ciudad de Montevideo, el puerto, allá a sus pies.

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Finalmente vendió la empresa familiar en Lucca y se trasladó a la capital catalana donde vive aún, de rentas, convertida en una simpática señora mayor muy apreciada en el barrio. Y viaja cuánto puede. Aún le quedan muchas calles por recorrer.

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Aunque me recibió muy amablemente, dejó claro que ni quiere publicidad ni me permite revelar sus datos concretos. Respeto, por tanto, sus deseos. Algunos lectores de Rayuela (espero que no muchos) se verán tal vez defraudados con este final algo prosaico. Quizás hubieran preferido, llevados por un romanticismo desubicado, desfasado y —perdónenme— algo inhumano, que se hubiera tirado al Sena, hubiera caído en la prostitución, o se hubiera convertido en una clocharde viviendo bajo los puentes de París.

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Pero recordemos la cita del capítulo 155: En el fondo, la Maga tiene una vida personal… Lucía, después de la existencia infame que tuvo que soportar, bien se merece, si no la felicidad, un bien escaso y caro de conseguir, por lo menos algún sucedáneo: la tranquilidad, el sosiego, algo de cariño y respeto…

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Todos sabemos que Rayuela admite múltiples lecturas. Lo mismo ocurriría con un hipotético final plus ultra, como es éste, pero en todo caso este es mi final, el que me gusta. Que así sea, tal cual lo he escrito.

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Ea, alegría: hemos encontrado, por fin, a la Maga.

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Nota final: Ver los capítulos de Rayuela en los que se trata de la Maga:

Parte 1: 1al 12, 15 al 20, 24 al 36.

Parte 2: 39, 43, 48, 54 al 56.

Parte 3: 90, 92, 98, 108, 123, 133, 138, 141, 142, 144, 155.

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