Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

31 de octubre de 2011

Apócrifas morellianas (13)

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A la vista de los datos, debe concluirse que Alejandro Dumas previó la insistencia del público del siglo XX (e inicios del siguiente) en tratar la mayor obra de Cortázar como si fuera una novela, en vez de un libro insólito. El famoso escritor francés quiso dejar constancia de este apercibimiento en un pasaje perteneciente al cap. XIII de Los tres Mosqueteros, de incuestionable carácter alegórico:

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-¿Cómo os llamáis, entonces? –preguntó el comisario, dirigiéndose a Athos.

-Mi nombre es Athos, señor –repuso el mosquetero, con una cortés inclinación de cabeza.

-¿Athos? ¡Eso no es nombre de persona, sino el de una montaña! –gritó fuera de sí el comisario, cuya cabeza empezaba a dar vueltas.

-Sin embargo, es el mío –contestó tranquilamente Athos.

-Pero vos habéis dicho antes que os llamabais d’Artagnan.

-¿Yo?

-¡Sí, vos!

-Sucedió más bien que me dijeron: “¡Vos sois monsieur d’Artagnan!”, y yo contesté: “¿Lo creéis así?”. Los guardias insistieron en asegurarme que estaban seguros de ello, y me dio pena desilusionarles. Me hicieron dudar porque, por otra parte, uno puede a veces andar equivocado.

-¡Estáis insultando la dignidad de la justicia, señor!

-Nada más lejos de mi intención, señor –replicó Athos sin perder su plácida calma.

-¡Vos sois monsieur d’Artagnan!

-¿Lo estáis viendo? También vos insistís en ello.

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21 de octubre de 2011

Entusiasmosofía (IV)

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Sigue Daumal ilustrando el Teorema,

y ahora interviene también Nerval

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Así resumía René Daumal, en El Monte Análogo, el proceso por el que los expedicionarios capitaneados por el profesor Sogol llegaban a penetrar en el territorio de lo insólito:

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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa–, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza–, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad–, forzamos la entrada de ese nuevo mundo.

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Ya vimos en la sesión anterior que esta entrada en la isla del Monte Análogo responde a la misma lógica captada de forma exacta por mi Teorema del Entusiasmo. Veíamos también, hacia el final, que el éxito de la aventura en realidad no era resultado de sumar esos cálculos, deseos y esfuerzos, puesto que tal suma lo único que confería eran mayores probabilidades. Acabábamos diciendo que la entrada en ese mundo nuevo depende en último término, no de lo que hombre haga o deje de hacer, sino de lo que se decida desde el otro lado.

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Pero ¿qué significa “desde el otro lado”? ¿Cuál es “el otro lado”? ¿Qué o quién hay ahí, con una capacidad decisión superior a la del humano común? Daumal lo expresa del siguiente modo:

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supimos más adelante que, si habíamos conseguido desembarcar al pie del Monte Análogo, fue porque nos abrieron las puertas invisibles de esa invisible comarca quienes tienen a su cargo su custodia.

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Formulado esto mismo con terminología entusiasmosófica, estas “puertas” daumalianas son, por supuesto, la Epistemoclina, la barrera legal que delimita por arriba la Cognosfera; y esa “comarca invisible” es la Incognosfera, el amplio mundo de lo desconocido, habitado por instancias misteriosas que dispensan –o no– sus favores a los humanos corrientes. El novelista y visionario francés repite por dos veces el término “invisible”: las puertas lo son; el territorio al que conducen, también. Y también lo son los seres que ahí habitan. Pero toda esa invisibilidad es limitación impuesta al hombre común: el lugar y sus habitantes lograrán hacerse finalmente visibles y palpables, aunque sólo mediante una gracia concedida desde el otro lado.

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Esta última contingencia fue recogida mismamente en los viajes orientales de Gerard de Nerval, en su novela Aurélie. Tales viajes le condujeron en un momento dado a una ciudad desconocida habitada por una humanidad remota y de una categoría superior; y ahí sucede lo que se relata a continuación:

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En aquel mismo instante, varios jóvenes entraron ruidosamente, con aspecto de regresar de sus ocupaciones. Me asombró verlos a todos vestidos de blanco, pero en realidad debía de tratarse de una ilusión de mi vista… Para intentar hacerla sensible, mi guía comenzó a señalar diversas partes de su indumentaria, que se fueron tiñendo de vívidos colores, haciéndome comprender que así era como se veían en realidad.

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Hacerse sensible… Así es; los sentidos del hombre común no logran captar el mundo sutil de la Incognosfera a menos que uno de los seres superiores que lo ocupa se lo señale. De tal guisa, podemos tener frente a nuestras mismas narices las puertas que conducen a ese otro mundo; y sin embargo, las pasamos por alto, sintonizados como estamos exclusivamente con el mundo de lo conocido. Esto es precisamente lo que ocurre con el gran libro de Cortázar, Rayuela, cuyas puertas de acceso al bello jardín de lo insólito han quedado cubiertas por la hiedra, abandonadas durante medio siglo a pesar de hallarse explícitamente anunciadas en su texto.

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La superioridad de los seres incognosféricos frente a los humanos corrientes queda puesta de manifiesto tanto en el fragmento de Nerval como en el de Daumal. El primero habla de un “guía”; y, en efecto, en sus viajes se halla perdido mientras no recibe el maestrazgo de alguna de las entidades que habitan esos otros mundos que visita. Por sí mismo, en los momentos en que le toca confiar únicamente en sus propias fuerzas, el viajero es incapaz de evaluar dónde se encuentra, ni de apreciar hasta qué punto sus gestos o sus palabras van a constituir un acierto o un error fatal. Las consecuencias de sus actos son totalmente imprevisibles para él.

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A su vez, Daumal es de lo más plástico y pedagógico en su manera de dar cuenta de su propia inferioridad:

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El gallo que lanza su retumbante canto en la lechosa claridad del alba cree que con ese canto engendra el sol; el niño que llora desesperadamente en un cuarto cerrado cree que sus gritos consiguen que se abra la puerta; pero el sol y la madre van por su propio camino, que trazan las leyes de su ser.

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El ser humano común es al ser incognosférico como un gallo es al sol, o como un niño es a su madre. Ambas analogías daumalianas ilustran conjuntamente la situación relativa del hombre ante lo desconocido. Pero cada una parece traducir un escenario distinto: el vínculo que une al sol con el gallo no parece ser, en principio, equivalente al vínculo que une a la madre con su hijo. No cabe duda que una madre va a conmoverse con el llanto de su hijo, respondiendo a él con la mayor diligencia: al fin y al cabo, los cálculos, deseos y esfuerzos del niño no estaban tan equivocados. En el llanto, las potencias del niño se hallan dispuestas mirando hacia arriba: en consecuencia, sus probabilidades de recibir la atención de su madre son mayores que las del niño que no llora.

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Con el sol y el gallo la cosa parece distinta. Desde el punto de vista del humano común, el canto del animal no puede conmover de ningún modo el ser del astro rey. El sol saldría por el este aunque ese día el gallo tuviera el pico atado con un cordel. Así pues, sus cálculos, deseos y esfuerzos no incrementan sus posibilidades de recibir los primeros rayos del día. Pero éste es sólo el punto de vista del hombre común: y ya hemos visto que la sensibilidad de éste hacia la realidad está lastrada por su falta de sutileza. ¿Quién puede saber hasta qué punto el Sol no dispensa a las criaturas el mismo trato que una madre dispensa a su hijo? ¿En base a qué podemos descartar que el ser del gallo no sea más capaz de ver lo que a nosotros nos resulta invisible?

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En cualquier caso, el Sol acaba por salir siempre. Y la madre nunca deja de atender a su hijo, aunque éste no llore. En las leyes que trazan el camino de los seres incognosféricos, parece contemplarse una especial dedicación de su parte hacia los asuntos de nosotros los seres cognosféricos:

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Nos abrieron la puerta quienes nos ven incluso aunque no podamos verlos, respondiendo con una generosa acogida a nuestros cálculos pueriles, a nuestros deseos inestables, a nuestros esfuerzos mínimos y torpes.

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Que consten, pues, en las actas de lo entusiasmosófico, tanto la existencia de los seres incognosféricos, como su manifiesta superioridad ante lo humano común, así como su diamantina generosidad. Sobre todo esta generosidad, en la cual confiamos para lograr ver tantas cosas que habrá en el aire y que ahora no vemos.

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Y seguiremos, pues todavía nos quedan muchas cuestiones por elucidar…

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Para el fragmento de Daumal: Trad. de María Teresa Gallego (ed. Atalanta, 2006)

Para el fragmento de Nerval: Trad. de José-Benito Alique (ed. José J. de Olañeta, 2011)

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11 de octubre de 2011

Vía Negativa (4): El "estado de gracia" y Rayuela (2)

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parte II

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1968: El hombre nuevo

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En 1968 Graciela Maturo publica Julio Cortázar y el hombre nuevo (Buenos Aires, Sudamericana), firmando en aquel entonces con el nombre de Graciela de Sola. Para mí sigue siendo válido hoy en día lo que dijo Martha Paley de Francescato en 1983 a propósito de esta obra:

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Este libro es, sin duda, el mejor que se ha escrito hasta la fecha sobre Julio Cortázar. La intención ha sido "rastrear, desde los primeros escritos del autor, las líneas de fuerza que... van desplegándose con indudable constancia y particular sentido evolutivo en toda su obra". Una de las características de Cortázar que Graciela de Sola intuye y desarrolla con gran acierto es su condición de "irrenunciable y profundo poeta". El análisis de la obra de Cortázar es excelente y lúcido, y la cuidadosa estructura del libro contribuye a su valor. Esta es, una obra de necesaria lectura para el que quiera comprender la obra del escritor y sirve como base firme y excelente punto de partida de todo intento de crítica.

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El hombre nuevo salió publicado en 1968, un año después de “La cachetada metafísica” y cinco después de Rayuela. La proximidad cronológica es relevante: tal como señalé en la Introducción, parece acertado suponer que la década de los sesenta presentaba una especial apertura hacia los temas relacionados con la conciencia humana, apertura que luego se diluyó rápidamente para (re)caer en perspectivas muy alejadas –incluso contrarias- de los fenómenos que aquí nos interesan. En virtud de ello, tanto el artículo de Harss como el libro de Maturo tienen una visión de la obra de Cortázar muy acorde con sus planteamientos originales, otorgando mayor prominencia y atención a ciertos aspectos -como es el caso del «estado de gracia»- que luego serían progresivamente relegados a un segundo o tercer plano, cuando no simplemente desatendidos.

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Un primer síntoma de convergencia -que también encontrábamos en el artículo de Harss- es el propio título: ese “hombre nuevo” que ahí aparece mentado no es el de la imaginería comunista, por más que en 1968 Cortázar ya hubiera empezado su aventura cubana, sino el de la tradición paulina. Es decir; se halla referido a un sentido plenamente espiritual. En un momento dado dice la autora: “Cortázar ambiciona un insertarse en la profundidad del espíritu anterior al verbo y una búsqueda, desde allí, del lenguaje que lo exprese” (p. 107): ¡El espíritu anterior al verbo! ¡Eso sí es ambición! Las resonancias que esto despierta son muy profundas; y esta profundidad se verá confirmada por doquier en el ensayo.

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Al principio del mismo, Maturo señala dos jalones que indicarían la temprana presencia de esta vocación espiritual en el escritor: Por un lado, su relación con el llamado “grupo de los 40”, poetas argentinos quienes

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Intuyen (…) una ordenación mágica del universo, referida o no a una trascendencia. Expresan a menudo un contacto pleno, místico, con esa realidad que en otros momentos aparece como irrecuperable y huidiza, marcada por el signo trágico del tiempo. (p. 12)

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Y, por el otro lado, ese «manifiesto» cortazariano que es el artículo sobre Rimbaud publicado en Huella en 1941:

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Cortázar está definiendo aquí su propia actitud poética, más comprometida con el quehacer interior que con la pretensión de un logro estético. Y está dando además la medida de un momento decisivo en su trayectoria vital y expresiva; el de su aceptación plena del misterio real, el de su aproximación a la fe, el de su decisión de no volverse atrás. (p. 14)

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Así pues, la cosa vendría de lejos, y según la autora tendría continuidad a lo largo de la obra de Cortázar, por lo menos hasta el momento en que se escribe El hombre nuevo:

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Toda la obra de Cortázar va afirmando el desarrollo de una línea poética, de una concepción mágica y de una tensión erótico-mística que contradice o avasalla a la razón y descubre otro modo de contacto con lo real. (p. 15)

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Y si Rayuela es el mayor logro en toda esa trayectoria, cabe pensar que esta obra sea también la cúspide de todo lo poético, lo mágico y lo erótico-místico que ahí se desarrolla. En mi opinión, es este enfoque espiritual, metafísico o religioso de Maturo el que le procuró esa profunda comprensión de la obra de Cortázar, claramente mayor que la de críticos posteriores; y muy próxima -no está de más decirlo- a la mía propia.

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En 2004, treinta y seis años después, Maturo publicó una segunda edición de su obra, en cuya Nota Preliminar nos confiesa:

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La intención que me llevó a redactarlas [estas páginas], en un momento en que la crítica sobre Julio Cortázar no tenía aún un gran desarrollo ni era, a mi juicio, suficientemente comprensiva de su obra, fue destacar en ella la presencia fundamental de la Razón Poética y mostrar su relación con el humanismo tradicional en el cual se formó su autor. (…) me llevó a aventurar el asentamiento de la obra en una visión que he llamado indistintamente poética, superrealista, mágica o esotérica, y que consideré en última instancia religiosa en el más amplio sentido de esta expresión, por ser otorgadora de sentido a la realidad misma y no al lenguaje convencional u otras construcciones artificiales. (2ª ed., p. 5)

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Vistos los derroteros que siguió la crítica con posterioridad a 1968, yo me pregunto si la autora estaba pensando sólo en el pasado al escribir estas líneas de 2004. Digo yo: ¿en qué sentido puede decirse que la crítica de Rayuela posterior a 1968 haya adquirido un mayor desarrollo? Si lo hizo, fue dejando por el camino esa perspectiva metafísica primigenia desde la cual fue concebido el libro. Pero este alejamiento, ¿acaso permitió aumentar la comprensión del libro? ¿Quizá hay algún crítico, desde el año 70 hasta ahora, que arroje más luz sobre Rayuela de la que arrojaron en su momento Luís Harss y Graciela Maturo? ¿No resulta de lo más conveniente, en el año 2004 y también ahora, volver a poner el énfasis en aquello que ella denomina «Razón Poética»?

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Y sin embargo, pese a sus méritos, Graciela Maturo tampoco logró adquirir una visión completa de lo que Cortázar proponía en su mayor obra. En su discurso, como sucedía en el caso de Harss, vamos a encontrar prácticamente todos los elementos que intervienen en el Rayuela insólito; algunos de ellos bien dibujados, sin duda, pero los otros apenas bosquejados, y sin que se llegue a establecer la debida conexión entre todos ellos. Nuevamente podremos aprovechar aquí la frase del capítulo 125 de Rayuela que ya aplicamos a “La cachetada metafísica”: “Hay carne, papas y puerros, pero no hay puchero.”

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El «estado de gracia»

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Empecemos por lo que constituye el eje principal de nuestro actual análisis: el «estado de gracia». Ya dijimos que esta cuestión adoptaba una nomenclatura variada, según quién la formulase y según el momento. El artículo de Harss había sido pródigo en esto: allí nos habíamos encontrado desde una simple “salida de sí mismo hasta el más comprometido “paso «de una dimensión a otra»”, pasando por el célebre “estado de gracia”, y sin olvidar la “secuencia de acontecimientos psíquicos”, el “salto que lo extrañe, lo saque de sí mismo” y finalmente el vago “como una iluminación”. El caso de Maturo, en este sentido, todavía es más generoso. Al principio de su libro hallamos una primera aproximación, concediéndole al asunto un papel medular en la escritura cortazariana:

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He aquí el nódulo vital que centra la creación literaria (y la aventura interior) de Cortázar: la libertad abocada a los indefinidos caminos posibles, y la tensión indeclinable de un espíritu que intenta franquear los muros, pasar “al otro lado”, con ambición rimbaudiana, en la “superconciencia” (p. 22)

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Aquí, la autora se refiere a la obra del escritor en general; pero donde la cuestión va a cobrar mayor protagonismo va a ser, precisamente, en los dos apartados dedicados a la mayor obra del escritor. En primer lugar, así aparece en la página 97, en el apartado titulado Rayuela (las cursivas, en el original):

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Todas las experiencias que el libro recoge, tanto como su iluminación dialéctica, apuntan en esa dirección. Diseñan un recorrido exterior (salida a Europa, regreso al país) pero sobre todo un recorrido interior, una aventura en múltiples direcciones que comporta el acceso a una nueva dimensión del ser.

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Y seguidamente en el apartado siguiente, que lleva por título “Aventura interior de Rayuela”, y que viene a ser como un desarrollo de las dos frases anteriores:

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Intensificación de la vía místico-poética como modo de contacto con la realidad profunda (yonder, paraíso, verdadera vida) es decir como superación de las categorías de tiempo y espacio y acceso al nivel de la realidad trascendente. (p. 109)

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Estudios modernos descubren en las prácticas de iniciación de distintas religiones, en ciertas formas de ascesis orientales y occidentales un camino de acceso a esa tierra desconocida, una posibilidad de superar la nostalgia por medio de una real aproximación a un estado superior de conciencia. Esta sería la aventura emprendida aisladamente por los místicos de distintas sectas o actitudes religiosas. Tal sería también la vía de grandes poetas románticos (…) o de los surrealistas empeñados en romper el nivel de la conciencia habitual (…) En esta misma línea puede ser ubicada, a mi ver, la aventura de Cortázar. (p. 111)

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En estas pocas líneas hallamos hasta siete formas distintas de decir lo mismo que mi «entusiasmo», o prácticamente lo mismo, y todas ellas en relación a Rayuela: “acceso a una dimensión superior del ser”; “contacto con la realidad profunda”; “superación de las categorías de tiempo y espacio”; “acceso al nivel de la realidad trascendente”; “acceso a esa tierra desconocida”; “real aproximación a un estado superior de conciencia”, y “romper el nivel de conciencia habitual”. Realmente, no se puede decir que a Maturo le haya pasado por alto este peculiar aspecto de la obra de Cortázar.

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Lo dice y lo repite; y sin embargo, ¿qué hace con ello? ¿Cómo lo hace encajar con la obra? ¿Qué consecuencias extrae para su lectura? ¿A quién le incumbe, según ella, esta cuestión? Vamos a ver cómo responde Maturo a todas estas preguntas.

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El «estado de gracia» y el escritor

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El primer sujeto a quien le concierne el «estado de gracia» es, por supuesto, al autor de Rayuela. En mi opinión, Graciela Maturo ha sabido verlo y situarlo mejor que nadie en la poética de Cortázar –si exceptuamos el caso omiso que hace del swing-, tal como se puede comprobar en el siguiente extracto (las cursivas, en el original):

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acaso también la actividad del poeta, no entendida desde luego como quehacer artístico, estético, sino como puesta en marcha de la totalidad del espíritu que va creándose a sí mismo, pueda liberar energías profundas y conducir a ciertos estados que tiene enorme similitud con los que alcanzan los ‘iniciados’. Cortázar es un frecuentador de las “galerías secretas”. Los caminos iniciáticos no parecen haberle sido ajenos: zen, yoga, mística judía o cristiana, vías mágicas del juego, de la palabra, etc. (p. 109)

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Quizá el principal acierto radique aquí en el hecho de ver al autor del libro no como un novelista, sino eminentemente como un poeta; y más concretamente, como ese tipo de poeta para el que lo artístico y lo estético -¡desde luego, dice Maturo!- quedan supeditados a una misión espiritual, y que convierte la escritura en el equivalente de una religión mistérica. Esta caracterización de Cortázar como poeta iniciático –es decir, como chamán-, tan bien plasmada por nuestra autora, resulta decisiva para acercarse a su obra con la actitud más adecuada: frente a la mera lectura estética, se postula aquí el discipulaje, la predisposición al extrañamiento. Pero esto, que en realidad le concierne al lector, ya lo veremos en el siguiente apartado.

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Insistamos, por el momento, en la cuestión genérica. De todos los críticos de Rayuela, quizá sea Maturo la autora que menos se refiere a esa obra como novela. Por más que no llegue a negarle explícitamente tal condición, por momentos maneja otras posibilidades que resultan muy interesantes. En el siguiente fragmento, por ejemplo, la descripción que da de la obra se acerca peligrosamente a esa otra definición -“crónica de una locura”- que el propio autor daba de la misma en una carta de 1960 ya conocida por nosotros:

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Si toda la obra de Cortázar tiene, como lo creo, el carácter de una aventura interior que va más allá de lo estético, ello se acentúa de modo particular en Rayuela, libro que es fundamentalmente un registro de la experiencia total del escritor (p. 109)

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Nuevamente se repite aquí, como en el pasaje anterior, lo de una superación de «lo estético»; y además se subraya ahora el hecho de que ello “se acentúa de modo particular” en la obra principal del escritor. Aquí cabe preguntarse: ¿en qué sentido? En mi opinión, Maturo logra llegar hasta el meollo de la cuestión al vincular esta superación cortazariana de lo estético con la noción de «experiencia», con esa experiencia total de la que el libro Rayuela –que no la novela Rayuela- sería un registro

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¡Atención! Esta noción de experiencia abre la senda que permite llegar al corazón de la obra de Cortázar. Para desarrollar esta noción, en las páginas siguientes Maturo se va a apoyar en una obra cuya importancia no ha sido bien calibrada: se trata de los Essais sur l’expérience libératrice, de Roger Godel, con prefacio de Mircea Eliade, volumen publicado por Gallimard en París en 1952. Este libro está enteramente dedicado a describir una experiencia en concreto: el jivan-mukta hindú. Tal como vemos a continuación, Maturo va a encontrar en esta descripción los mismos ingredientes que según ella conforman el gran libro de Cortázar:

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...he encontrado en Rayuela no sólo los signos de una experiencia de tipo trascendente, de una renovación psicológica profunda, sino también los hitos de una continua y lúcida reflexión que acompaña ese proceso experiencial: ambos me parecen coincidir con los pasos que el investigador francés distingue: búsqueda de un centro a través de la meditación, de la ruptura con formas rutinarias de pensamiento, de la entrega a ciertas situaciones que llevan a la conciencia a un estado límite; resolución de contrarios en una permanente armonización; liberación de las formas, destrucción de los niveles fenoménicos en un continuo ascenso hacia el grado de la conciencia-testigo; asimilación de los estados de sueño y vigilia; experiencias de disociación, ubicuidad, premonición, etc.; entroncamiento profundo con ciertas formulaciones míticas (búsqueda del Graal, descenso a los infiernos, muerte y resurrección) que coinciden con aspiraciones y estados de la conciencia profunda; aceptación de un “azar objetivo” o de una Conciencia superior que dispone el movimiento de la realidad fenoménica y humana en sus niveles inferiores y a la que sólo se tiene acceso en ciertos momentos de extrañamiento. Todo ello configura una auténtica aventura interior, cuyas proyecciones refluyen sobre los estratos temporales e iluminan la reflexión de Cortázar sobre la ética, la acción y todo problema relativo.

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En este párrafo prácticamente se condensa la poética entera de Rayuela: en mi opinión, debieran referirse obligatoriamente a este pasaje todos los comentaristas de la obra. ¿Acaso alguno lo ha hecho? O también: ¿Hay un solo crítico de Rayuela, aparte de Maturo, que cite la obra de Godel? Ni por asomo; no sé de ningún estudio posterior que haya sacado a colación esta obra, ni sé de nadie que haya transitado por esta senda experiencial abierta tan tempranamente. ¡Así han ido las cosas!

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Aunque, por el otro lado: ¿por qué debería alguien citar los Essais sur l’expérience libératrice? ¿Qué importancia puede tener este prácticamente desconocido libro, de un también ignorado Roger Godel, más allá de que le haya servido a nuestra Graciela Maturo, en un momento dado, para sintetizar magistralmente la poética de Rayuela?

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Voy a responder, en primer lugar, con otra pregunta: ¿Cómo conoció Maturo esa obra? ¿De dónde la sacó? El hombre nuevo no lo dice. Y por otro lado: ¿Cómo se le ocurrió ponerlo en relación con Rayuela? Tampoco hay datos. Pero yo tengo una hipótesis: fue el propio Cortázar quien se lo dio a conocer. Quizá, incluso, el escritor le prestase el volumen a su comentarista, con toda la intención. No tengo ninguna constancia documental de ese préstamo; pero sí, en cambio, de la posesión del libro de Godel por parte de Cortázar, ya que ese volumen forma parte de la biblioteca personal del escritor conservada en la Fundación Juan March. Si acuden ustedes ahí para consultar el ejemplar, se van a encontrar con un libro subrayado y comentado prolijamente por el propio Cortázar, ¡desde la primera página hasta la última!, y en cuya cabecera encontramos esta dedicatoria manuscrita, fechada el diecinueve de julio de 1952:

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A monsieur Julio Cortázar. À l’écrivain, au poète, au chercheur de verité, en quête de la “fin du jèu”. En toute sympathie ... R. Godel

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Así pues, Cortázar recibió los Essais sobre el jivan-mukta de propia mano de su autor, Roger Godel; y los leyó exhaustivamente, como demuestran esos subrayados suyos que llegan hasta la última página. ¡Y eso fue en la década de los 50, mucho antes de ponerse a escribir Rayuela! ¿Es una mera casualidad, entonces, que Graciela Maturo encontrase en ese ensayo los principales elementos que permiten resumir la poética de Rayuela? La teoría de la casualidad me parece a mí, una vez vistos los datos, muy osada. Yo prefiero esta otra teoría, de mi propia factura: la que considera los Essais sur l’expérience libératrice de Roger Godel, con prefacio de Mircea Eliade, como una de las dos principales influencias –después de la personalidad de Fredi Guthmann, y por encima de otras obras por el estilo, archicitadas, como la de Suzuki sobre el zen- en lo que se refiere a las inquietudes metafísicas y espirituales de Julio Cortázar, y que tuvieron como consecuencia la elaboración de ese libro insólito que es Rayuela.

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Y con este excursus sobre la obra de Roger Godel no me estoy yendo del tema, pues también se trata de ver qué precedentes pudo tener Cortázar, ese escritor que había pasado su vida entre libros, para situarse finalmente en una perspectiva que primase la experiencia por encima de todo, incluso de la estética, tal como podemos ver reflejado en este fragmento de diálogo entre Horacio y Traveler en el capítulo 46 de Rayuela:

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-A los veinte años éramos distintos.

-Sí, pero usábamos más palabras que vivencias, nos creíamos el centro del mundo y aprovechábamos. Las cosas que escribíamos, unos poemas metafísicos, una elegía... No es que hoy sepamos mucho más, Manolo, pero quizá podríamos hablar metafísica con cierto derecho

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Aquí se halla cifrado lo que Graciela Maturo, acertadamente, tildó de “una aventura interior que va más allá de lo estético”. Y aquí se halla expresado también el hecho de que el autor de Rayuela, el chamán don Julio Florencio Cortázar, fue el primero en experimentar cierto «estado de gracia» cuya vivencia quiere registrar en el libro. De ahí que pueda hablar metafísica, finalmente, con cierto derecho: “Ese ‘contacto’ –dice El hombre nuevo, página 114- no se da por vía de la imaginación. Es una entrada real de la conciencia en una dimensión distinta”. Bien dicho, señora Maturo.

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El autor, Cortázar, fue el primero; el segundo debería ser el lector del libro, su lector activo y cómplice. Vamos a ver hasta qué punto Graciela Maturo supo verlo así.

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El «estado de gracia» y el lector

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El lector es el segundo sujeto a quien le concierne ese «estado de gracia» tan prolija y diversamente mentado en El hombre nuevo. Como recordarán ustedes por el artículo sobre Harss, este segundo aspecto lo encontrábamos formulado así en el capítulo 79 de Rayuela (las cursivas en el original):

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la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma. Todo ardid estético es útil para lograrlo

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Y en el capítulo de Los nuestros dedicado a Cortázar, a su vez, esto quedaba recogido de este otro modo: “lo que verdaderamente quiero decir alcanza a pasar, se hace vivencia en el lector”. En principio, y a juzgar por los siguientes fragmentos, el libro de Graciela Maturo no se quedaría corto en esta misma cuestión, que se repite, con distintas palabras, hasta tres veces. Primero aparece en la p. 89 (las cursivas en el original):

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[Rayuela] se vuelve aventura compartida, implicación mental y existencial del lector en un recorrido que lo hace, efectivamente, “un camarada de camino” del autor.

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Luego, en la p.121 (aquí las cursivas son mías):

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[Rayuela] cumple holgadamente con lo que su autor se propone, no sólo en cuanto transmite estas ambiciones a su lector, sino, y mucho más interesante, en cuanto las lleva a la práctica a través de instancias poéticas o simbólico-narrativas que crean la vivencia profunda, en el lector, de esa tensión. (p. 121)

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Y finalmente, en las páginas 126-127:

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Esta aventura nos incluye como lectores.

La tensión volitiva se da tan marcadamente que todo el libro es una invitación al viaje interior, que compartimos, en mayor o menor medida según nuestra capacidad de compartir, con el autor.

La experiencia no se cierra, pues, como una aventura individual. Queda propuesta en el plano colectivo, histórico.

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Sin embargo, al atender al detalle, uno se pregunta si aquí se está recogiendo lo mismo que expresaba Cortázar al decir que “la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor”. Ciertamente, Maturo habla de “aventura compartida”; pero cuando se trata de especificar los componentes de esa aventura, la cosa se queda para el lector en una vaga “tensión”. ¿No contrasta esto con la profusión terminológica que hemos visto antes a propósito del autor? Hay una evidente descompensación entre esa escueta “tensión” y las distintas variaciones con que la propia Maturo describe la “salida de sí mismo” que afectaba a Cortázar: “acceso a una dimensión superior del ser”, “superación de las categorías de tiempo y espacio”, “real aproximación a un estado superior de conciencia”, etcétera. Entonces, ¿hasta qué punto se trata de una “aventura compartida”? ¿No se está minimizando, aquí, el alcance que para el lector debería tener esa aventura interior?

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En mi opinión, este desfase está dando cuenta de los límites a los que llegó Maturo en su lectura del libro. Si en el caso de Luís Harss todavía abrigaba yo alguna débil duda de que este crítico hubiera logrado acceder realmente al Rayuela insólito, en el caso de Maturo estoy plenamente convencido de que no fue así. Sí, su afinada sensibilidad le permitió percibir la existencia de esa “tensión” que se desprende del texto cortazariano; pero esa tensión suya no es más que una versión informe de la «salida de sí mismo» que le incumbe al lector. Esa “tensión” no es más que una intuición, una vislumbre más o menos lejana de ese «entusiasmo» que yo preconizo, y cuya medida justa, en realidad, no puede sino ser equivalente a la vivencia espiritual que atravesó previamente el autor. Cortázar postula una simetría total entre su propia experiencia y la del lector: no es baladí que en otro lugar llame a ese improbable lector suyo -el lector activo y cómplice- su semblable y su frêre. Y si llega a contemplar alguna asimetría, es en beneficio del lector, no en su detrimento: “Lo que el autor de esa novela haya logrado para sí mismo, se repetirá (agigantándose, quizá, y eso sería maravilloso) en el lector cómplice” (cap. 79).

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Aparte de este desequilibrio interno que podemos detectar en el mismo ensayo de Maturo, contamos con un precioso testimonio documental que viene a confirmar mis suposiciones. Se trata de una carta que Julio Cortázar le escribe a la autora en enero de 1964, desde París, en respuesta a una misiva previa en la que ella interroga al escritor tras su lectura de Rayuela, y donde podemos comprobar hasta qué punto el autor de Rayuela considera o no a su lectora como una verdadera “camarada de camino”:

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Lo que denuncio en nuestra cultura es la monstruosa hipertrofia de algunas posibilidades humanas (la razón, por ejemplo) en demedro de otras, menos definibles por estar situadas precisamente al margen de la órbita racional. (…) Usted tiene razón: mis ataques son hiperintelectuales, lo cual resultaría contradictorio. Pero, como sucede muchas veces, no tiene toda la razón. No la tiene, porque yo creo que el ataque a fondo a estos moldes de vida viciados y falsos en que nos movemos, no se hace en Rayuela con armas intelectuales. (...) lo que le da a Rayuela, creo, su eficacia última, el impacto a veces terrible que ha tenido en muchos lectores, es otra cosa: es lo de abajo, los episodios irracionales, los asomos a dimensiones donde la inteligencia es como un nadador sin agua. Pero esto ya no lo puedo explicar; usted sabrá si lo ha sentido como lo sentí yo al escribirlo. La verdad es que sin esas subyacencias, que son para mí lo único que cuenta de verdad en el libro, yo habría escrito otra novela “inteligente” más. Y vaya si las hay... (Cartas 1937-1963, Madrid, Santillana, 2002, p. 671)

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El «estado de gracia» y el texto

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Tras analizar el modo en que El hombre nuevo trata el «estado de gracia» y sus relaciones con el autor, por un lado, y con el lector, por el otro, tan sólo nos falta abordar la relación de esta misma cuestión con el texto, es decir, con Rayuela. Recordemos que éste era el punto más débil en el artículo de Luís Harss, para quien este aspecto en particular merecía tan sólo una sola frase, caracterizada además por una gran vaguedad; para el crítico argentino, la cuestión quedaba resulta así: “Lo esencial de una escena –decía en la página 695- se va desarrollando en el texto como un hilo invisible”. Esto es a todas luces insuficiente para dar cuenta de lo que el propio texto de Rayuela describe de este otro modo, en el capítulo 97:

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Allí donde debería haber una despedida hay un dibujo en la pared; en vez de un grito, una caña de pescar; una muerte se resuelve en un trío para mandolinas. Y eso es despedida, grito y muerte, pero, ¿quién está dispuesto a desplazarse, a desaforarse, a descentrarse, a descubrirse?

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Graciela Maturo va a concederle a esto un papel bastante más destacado de lo que hiciera Harss; y no sólo para proferir afirmaciones mucho más contundentes, sino también para señalar la necesaria relación entre la existencia de un «segundo texto» y el efecto de extrañamiento vivido tanto por el autor como por el lector (las cursivas, en el original):

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Situaciones absolutamente reales alternan con otras que sólo lo son desde un punto de vista analógico, como figuras de referencia a los planos profundos de la vida y del pensamiento. El argumento va por debajo; hay, sin lugar a dudas, un desarrollo interior al que apuntan las instancias, los diálogos, las situaciones. Este “argumento”, que justifica plenamente la esperanza de Cortázar en un diálogo con cierto y remoto lector, se hace más incitante que trama novelesca alguna; se vuelve aventura compartida, implicación mental y existencial del lector en un recorrido que lo hace, efectivamente, “un camarada de camino” del autor. (p. 89)

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Aunque el ensayo no desarrolla mucho esta idea, su autora la considerará lo suficientemente importante como para recogerla luego en la síntesis que realizó para la segunda edición de su libro, en 2004 (las cursivas, aquí, en el original):

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La línea de estudio que abordaba, sin excluir otros enfoques, se centró principalmente en una fenomenología del texto que privilegió las figuras simbólicas, los entramados míticos, las alusiones, metáforas y otras unidades de sentido que se me evidenciaron como signos de un texto recóndito, algunas veces explícito. (2ª ed., p.5)

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“El argumento va por debajo”: esta sola frase constituye un avance espectacular con respecto a las ambiguas declaraciones de Luís Harss. Y en seguida le pone mayor énfasis, con ese “sin lugar a dudas”. Y luego añade que la lectura de ese otro texto “se hace más incitante que trama novelesca alguna”: de este modo, la autora está casi expresando toda mi Teoría del Entusiasmo. ¿No se deduce de esas palabras que el «argumento subterráneo» debe ser algo distinto a una novela? ¿No es precisamente el entusiasmo el colmo de toda «incitación»? ¿No son esas metáforas, alusiones y entramados míticos enumerados por Maturo un desglose de lo que en otro momento he denominado “Vector de Transfiguración Textual”?

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Por otro lado: pese a hablar de la existencia de un argumento subterráneo; y pese a repetir, más de treinta años después, la idea de la existencia de un “texto recóndito”, el ensayo de Maturo no dice nada sobre cuáles puedan ser los contenidos de ese otro texto. De este modo, no expresa nada que permita inferir una lectura suya del Rayuela insólito; no hay ninguna alusión a la repetición de un episodio, ni a la crónica de una locura, ni siquiera a los “despedida, grito y muerte” del capítulo 97. De hecho, de haber accedido realmente a la dimensión subterránea del sentido de Rayuela, más allá de lo que constituye una mera intuición de su existencia, las alusiones de la autora a ese texto otro habrían rebasado lógicamente el marco de esos meros apuntes, para convertirse, quizá, en el eje central de su discurso. En mi opinión, Graciela Maturo llegó tan lejos como se puede llegar en la lectura de Rayuela… cuando uno se mantiene en los márgenes aforados de la conciencia.

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Su libro aísla y señala los principales componentes de ese libro magnífico, efectivamente; pero la mayoría de ellos quedan apenas esbozados. Esos componentes están orientados en la dirección adecuada, pero todos ellos apuntan -por separado y conjuntamente- a un horizonte que permanece siempre brumoso y sin ninguna definición. Y sin embargo, ese horizonte existe realmente; pero sólo puede adquirir su plena dilucidación cuando el lector llega realmente a desaforarse, a excentrarse, a descubrirse. Yo me atrevo a decir que nuestra autora, definitivamente, no llegó a dialogar con don Julio Florencio Cortázar desde la altura procurada por el «estado de gracia»; no hubo discipulaje, no llegó a darse una doña Graciela Maturo, una chamán que llevase tal nombre. La autora de El hombre nuevo llegó hasta los límites más altos del hombre viejo; y ahí se quedó.

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Con respecto a “La cachetada metafísica”, El hombre nuevo abarca más aspectos fundamentales relativos al Rayuela insólito, y con mayor énfasis. Sin embargo, da la impresión que Maturo dé por resuelta la cuestión, como si con su texto lograse dar verdadera cuenta de los misterios del libro. En cambio, Harss tuvo la humildad de afirmar que el libro tiene secretos que él no lograba penetrar; y llegó a formular también, como una pregunta lanzada al aire, el desafío que supone tratar de transmitir algo que en el fondo es inefable. En el libro de Maturo no hay nada parecido.

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El hombre nuevo y el esquema fenomenológico

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En la entrada del 21 de agosto (“Entusiasmosofía (II): Factores y vectores del Rayuela insólito”) les ofrecía yo el esquema completo de los elementos que toman parte en el Rayuela insólito, con este resultado:

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C ParedroR insólitoL Paredro

¦…...........................……¦….…….……...……¦

----------------------------------------------------------

¦…..............................…..¦….………....………¦

C……….……...R 155……………...L

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Aquí se establecen los dos niveles ontognoseológicos que participan en el asunto, discriminados mediante el cambio de color: en la línea inferior negra, que representa la Cognosfera (lo conocido), hallamos los factores C (el autor, Cortázar, en el estado ordinario de conciencia), R 155 (la versión salteada de Rayuela) y L (el lector, en el estado ordinario de conciencia). En la línea superior gris, que representa la Incognosfera (lo desconocido), vemos representados los factores C Paredro (el autor salido de sí mismo), R insólito (el Rayuela insólito) y L Paredro (el lector salido de sí mismo). La línea horizontal de guiones representa la Epistemoclina, la barrera legal que separa la conocido de lo desconocido. Y las tres líneas verticales segmentadas señalan lo que entonces denominé “vectores de tránsito”, a saber: el swing, el Vector de Transfiguración Textual y el Entusiasmo, respectivamente; estos son los elementos que permiten el salto de un nivel al otro. (Los puntos suspensivos no tienen ningún significado: pero los necesito para suplir, precariamente, la falta de tabulador en el Editor de este blog).

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Si superponemos este esquema al ensayo de Graciela Maturo, podemos ver rápidamente cuáles son los elementos que quedan minimizados (con un paréntesis) o directamente desatendidos (con doble paréntesis) por la autora argentina:

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C Paredro....((R insólito))....((L Paredro))

((¦))……...................(¦)…..………...…(¦)

----------------------------------------------------------

((¦))…..................…..(¦)….…….…...…(¦)

C…..…….…..R 155….…….L

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Y de este modo seguimos avanzando, por nuestra «vía negativa», desbrozando trabajosamente el camino por donde debía fluir libremente la luz que emana de Rayuela.

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1 de octubre de 2011

Entusiasmosofía (III)

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El Teorema ilustrado por Daumal

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La página 0 del “Cuaderno de Bitácora” de Rayuela, presumiblemente apócrifa, constituye en cualquier caso una auténtica serendípia. Sus beneficios para una mayor comprensión de las relaciones entre lo divino y lo humano –y, por lo tanto, del Entusiasmo- todavía no han sido debidamente aquilatados. Un primer fruto heurístico suyo fue la formulación del Teorema del Entusiasmo, el día 31 de julio del mismo año, con la que se inauguraba esta nueva sección del blog, y que transcribo nuevamente aquí:

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Toda persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia arriba tiene más probabilidades de experimentar el entusiasmo –y muchas más de repetirlo- que cualquier otra persona cuyas potencias se hallen dispuestas mirando hacia los lados o no se hallen dispuestas en absoluto

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Este Teorema es exacto. La cuantificación por él establecida es absolutamente precisa: se trata, ni más ni menos, de tener más probabilidades. Otra cosa no es posible cuando hablamos de entusiasmo; pero esto ya lo veremos más adelante. Por ahora, centrémonos en lo que pueda significar «tener las potencias dispuestas hacia arriba» y «tener las potencias dispuestas hacia los lados», así como «no tener las potencias dispuestas en absoluto».

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Está claro que estas indicaciones topográficas vienen dadas por el bitacórico Mapa de la Conciencia Humana: tener las potencias sin disposición alguna denota una estéril dispersión de las propias energías por el campo cognosférico de las líneas isognosas; a su vez, tener las potencias mirando hacia los lados significa concentrar las energías en una dirección, pero siempre dentro de una misma línea isognosa, o como mucho en el paso de una línea isognosa (por ejemplo, el arte) a otra de valor aproximado (por ejemplo, la filosofía), sin llegar a rebasar nunca las fronteras de la Cognosfera; finalmente, tener las potencias dispuestas hacia arriba supone invertir las propias energías en una sola dirección y con una (in)cierta previsión de abertura de la barrera epistemoclina, permitiendo el acceso del sujeto al dominio de la Incognosfera. En otras palabras, esta última opción supone una apuesta por la trascendencia.

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El Teorema remite al Mapa, ciertamente; pero el carácter derivado del primero con respecto del segundo conlleva para mi discurso un carácter tautológico que me aleja de mis intenciones últimas. Así pues, voy a arrojar un poco más de luz sobre estas cuestiones tan interesantes, apelando a una fuente externa

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Y quién mejor que el malogrado René Daumal, maestro en analogismos, para iluminar esta cuestión con las vivas antorchas de su escritura. Su Monte Análogo constituye una referencia ineludible en lo que respecta a los asuntos que aquí tratamos; de hecho, ya quedó constancia de ello a través del pequeño ciclo de Morellianas Apócrifas que le he dedicado en este blog (véanse entradas del 1 de julio, 31 de agosto, y 1 de septiembre). Ahora quiero rescatar, precisamente, la última de estas entradas, la Apócrifa 11ª, que empezaba de esta guisa:

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Con nuestros cálculos –sin pensar en ninguna otra cosa-, con nuestros deseos –dejando de lado cualquier otra esperanza-, con nuestros esfuerzos –renunciando a cualquier comodidad-, forzamos la entrada de ese nuevo mundo.

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Cálculos, deseos y esfuerzos: a esto mismo es a lo que se refiere el Teorema al hablar de potencias. Los “cálculos” son las potencias intelectivas del ser humano; los “deseos” son sus potencias emotivas; y los “esfuerzos” son sus potencias anímicas. Todas ellas pueden orientarse deliberadamente –aunque también cabe contemplarlo en un momento dado como algo accidental- en una dirección determinada. Es decir: disponerse. Pero ¿hacia dónde? Enseguida veremos qué puede significar en términos daumalianos disponerse tanto hacia arriba como hacia los lados; pero antes veamos que no disponerse en absoluto resulta precisamente lo contrario de “renunciar a cualquier comodidad”.

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El acomodo en lo dado, la aceptación pasiva de lo recibido, constituye el principal obstáculo para la consecución del estado de entusiasmo. El Evangelio dice algo de esto, parabólicamente, en referencia a unas monedas recibidas y que alguien entierra en la arena. Y André Gide concibió para su conjura la fórmula Ne profiter de l’élan acquis. La comodidad es la Gran Costumbre cortazariana –precisamente, el gran escritor argentino adoptó por lema la frase de Gide- cuyos tentáculos asumen innumerables formas para atrapar al más avispado. La comodidad es el anti-espíritu; si no es el pecado original, sí es, sin duda, uno de los capitales.

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Así pues, en la dicotomía esfuerzo/comodidad hallamos una feliz correspondencia daumaliana para nuestra teorética disposición/no-disposición. A su vez, la disposición hacia los lados, así como la disposición hacia arriba, encuentran su debida correlación en la segunda dicotomía daumaliana, la que enfrenta “nuestros deseos” a “cualquier otra esperanza”. Aunque quizá debiéramos, mejor, invertir el orden: de lo que se trata, en el fondo, es de mantener nuestra esperanza, frente a cualquier otro deseo que nos distraiga de nuestro objetivo. Un deseo sin esperanza es un deseo en horizontal, hacia los lados: su campo de actuación se mantiene dentro de los límites de lo posible, es decir, de lo humano.

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En cambio, el deseo esperanzado es un deseo en vertical, un anhelo de lo imposible; un billete de ida a lo divino. “La inspiración existe –decía el pintor- pero debe encontrarnos trabajando”. Es norma de obligado cumplimiento en los cenáculos de los filólogos modernos (las facultades, las revistas, las editoriales), bajo amenaza de total ostracismo, el renunciar al deseo esperanzado y mantenerse en el campo del deseo horizontal. Su predisposición se orienta así, definitivamente, hacia los lados; se trata entonces de traducir a otro lenguaje humano lo que ya está dicho en uno primero. A esto mismo se refiere Henry Corbin cuando denuncia, frente a un texto de carácter simbólico, el peligro de una “caída en el alegorismo”: o sea, un mantenerse en el mismo plano del ser. De lo cual resulta un despojamiento del componente más luminoso del arte, a saber, su carácter de catapulta ontognoseológica.

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Con esa disposición hacia arriba de las potencias, dice Daumal, la expedición logró forzar la entrada en el Monte Análogo. Así pues, los cálculos, los deseos y los esfuerzos del profesor Sogol y sus vigorosos compañeros lograron el éxito: entrar en un nuevo mundo, en un territorio en el que se daba la posibilidad efectiva de un ascenso hacia lo divino. Pero enseguida añade: “Eso nos parecía”. ¡Eso les parecía! No el que fuera un mundo nuevo, ni que el ascenso fuera posible, de todo lo cual no cabe duda alguna; sino el que con aquella disposición se lograra forzamiento alguno.

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La entrada en la isla donde se alza el Monte Análogo responde a la misma lógica de la que depende el entusiasmo; esa lógica captada, de forma exacta, por mi Teorema. En realidad, el éxito de la aventura no es el resultado de ninguna suma de cálculos, deseos y esfuerzos: todo ello les confería a sus miembros, únicamente, mayores probabilidades. Y es que la entrada en ese mundo nuevo no depende en último término de lo que hombre haga o deje de hacer, sino que depende, definitivamente, de lo que se decida desde el otro lado.

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Lo dejamos aquí por ahora; seguiremos con ello, desde este punto, en la próxima sesión de Entusiasmosofía…

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