Elementos para una TEORÍA DEL ENTUSIASMO

La cara oculta de RAYUELA. Por Jorge Fraga

11 de agosto de 2010

Casuística (2): La Piedra Lunar

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La Piedra Lunar

(The moonstone, Wilkie Collins, 1868)

Trad. de José C. Vales

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Formulemos, de nuevo, el punto de partida: Cortázar confiesa escribir Rayuela bajo un particular estado de conciencia, que él denomina swing. Ahora, 47 años después de su publicación, descubro una lectura de ese libro que difiere radicalmente de la lectura común (véase el Expediente Amarillo), y me pregunto si ese swing no tendrá algo que ver con la percepción de esa nueva lectura. Ésta es mi hipótesis: hay en Rayuela dos libros distintos, uno común, el otro extraordinario, y para leer este último debemos swinguear, balancearnos, cortazarear. En mis propios términos: debemos entusiasmarnos.

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¿Acaso resulta esto tan extraño? Desde que concebí esta hipótesis he ido recolectando una casuística ilustrativa sobre la cuestión. El primer caso lo expuse ya en el anterior artículo de este blog, titulado Las dos conciencias en Castaneda. El segundo caso me lo proporcionó, casualmente, La Piedra Lunar de Wilkie Collins.

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Antes de entrar en el análisis de este segundo caso quisiera consignar, por curioso, cómo llegué a esa novela. Cortázar remite a ella en una carta que escribe a su amigo Jean Barnabé en 1960; es la carta que yo he bautizado como “la carta delatora”, por cuanto en ella Cortázar alude abierta y directamente, por primera y única vez, a esa otra lectura de Rayuela que yo postulo, y según la cual este libro, al modo de La Piedra Lunar, dice el propio Cortázar, repite y modifica un mismo episodio. Así pues, emprendí la lectura de la novela de Collins con el propósito de contrastarla con el libro de Cortázar y comprender mejor el sentido de esas declaraciones; y ahí encontré, además de lo que ya buscaba (la repetición de un episodio), un regalo inesperado, en la forma de nuevos elementos para aportar a mi incipiente teoría del entusiasmo. Y es que la clave argumental del libro de Collins, fundando lo que llegaría a ser un tópico en las novelas policíacas, es como una paráfrasis de mi propia hipótesis: para llegar a descubrir al criminal, el investigador, a su vez, debe ponerse a su altura; debe criminalizar. Este hallazgo sobre el texto de La Piedra Lunar fue para mí una feliz casualidad; para Cortázar debió tener un alcance mayor, probablemente, con relación a la composición de Rayuela. Pero este otro alcance lo comentaremos en otro artículo, más adelante; por el momento, aquí nos limitaremos a detallar el valor del libro de Collins como caso ilustrativo de la teoría del entusiasmo.

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(Último aviso: La piedra lunar es una novela policíaca, y lo que voy a exponer en Casuística (2) a propósito de ese libro desvela aspectos importantes de su trama. Así pues, si no lo han hecho ya, les recomiendo que se lean esa estupenda novela antes de continuar conmigo. Este paréntesis les servirá de punto de lectura de mi artículo para cuando vuelvan.)

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Vamos allá: La cuestión de las alteraciones de la conciencia es precisamente la clave del argumento de La piedra lunar; en particular, las alteraciones derivadas de la ingestión de sustancias químicas. Collins conocía el asunto de primera mano; debido a sus problemas de reumatismo, con fuertes dolores que le postraban en la cama durante días, consumía opio con fines analgésicos. Es probable que su experiencia con esa droga le inspirase el argumento de su novela; en cualquier caso, la clave de los hechos sujetos a investigación en su libro –a saber: el robo y la desaparición de un diamante- está precisamente en el opio, ya que el autor material del robo –el personaje central del libro, el joven Franklin Blake- ha actuado durante la noche de autos bajo los efectos del láudano, tomado por él sin saberlo, de una forma completamente fortuita. Una vez han pasado esos efectos, Blake es absolutamente incapaz de recordar sus actos; su propia sorpresa ante el robo es completamente honesta, y hasta tal punto es así que se convierte en el más ahincado investigador del delito.

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Así pues, el ladrón lo es sin tener él mismo constancia de ello. Y ahora viene lo que más nos interesa aquí: un año más tarde, para llegar a elucidar lo que pasó la noche del robo, Blake acepta someterse a un experimento. Tal experimento consiste en repetir la ingestión de láudano, en unas circunstancias lo más similares posible a las de la noche de autos: la misma dosis, la misma hora, el mismo lugar, los mismos actos previos y las mismas condiciones mentales previas. Reproducido ese contexto, y nuevamente bajo los efectos del láudano, Blake repite de forma casi exacta los mismos gestos y la misma conducta con los que se había manejado para sustraer el diamante, y que, como ya hemos dicho, permanecían totalmente desconocidos para él en el estado de conciencia normal.

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En otros términos: el estado alterado de conciencia creado por el opio en la psique de Blake actuó como un registro cognitivo independiente, inasequible para el estado de conciencia ordinario. Para acceder otra vez a ese registro, Blake debía someterse a las mismas condiciones que permitieron generarlo en su momento: sólo así logra recuperar la memoria depositada ahí. En suma: para llegar a recordar su acto opiáceo, Blake debe opiacear de nuevo.

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Como ya hemos dicho, Wilkie Collins conocía sin duda las alteraciones de la conciencia procuradas por la ingestión de opio. Resulta factible, además, visto el argumento de su libro, que hubiera meditado sobre el hecho de que el opio conduce cada vez a unos mismos paisajes psíquicos, cuya actualización resulta, sin embargo, prácticamente imposible desde el estado de conciencia ordinario. Y también resulta factible, por ende, que previera ciertos reparos críticos a esta comprensión, a la que él había accedido por su propia experiencia, por parte de los lectores que nunca hubieran consumido opio, o que no hubieran profundizado en sus efectos.

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Esto último, lo de que Collins previera ciertos reparos, se deduce por el hecho de que en la propia novela procura aducir algunos testimonios médicos para refrendar el giro inusitado de su argumento. A su vez, esos testimonios que el escritor inglés aduce nos sirven a nosotros para refrendar nuestra hipótesis; el celo de Collins repercute a favor mío, desplegando el ‘caso Collins’ en tres casos distintos.

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Vamos a analizar unos fragmentos de la novela en los que se trasluce todo lo que queremos exponer aquí. Collins divide su novela en dos partes: la Primera Época, que contiene el relato largo y pormenorizado de Gabriel Betteredge, mayordomo de la casa; y la Segunda Época, que recopila ocho narraciones distintas de los hechos según diversos testigos; nuestros fragmentos pertenecen a la Tercera Narración de esta segunda parte, ‘a cargo de Franklin Blake’, y transcriben el diálogo que este joven sostiene con el personaje que descubrió las extrañas circunstancias psico-físicas en que se produjo el robo, el doctor Ezra Jennings.

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Jennings le pregunta a Blake lo siguiente:

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-¿Cree usted, como yo, que actuó bajo los efectos del láudano la noche del cumpleaños de lady Verinder?

-Desconozco absolutamente cuáles son los efectos del láudano, y no me atrevería a dar una opinión al respecto –le respondí-. Sólo puedo aceptar lo que usted me diga y asumir que está en lo cierto.

-Muy bien. La siguiente cuestión es ésta: usted está convencido y y yo también lo estoy, ¿cómo podremos convencer a los demás?

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Ésta es precisamente la cuestión, también para mí: ¿Cómo puedo convencer a los lectores de Rayuela de que ese libro es dos libros, según el estado psíquico en que se lo lea? Parece que Collins, previendo esa dificultad, se propuso ahorrarme el esfuerzo:

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-No crea que voy a cansarlo con una lección de psicología –me dijo-. Pero para ser justo con usted y conmigo mismo, creo que debo demostrarle que no le estoy pidiendo que ensayemos este experimento porque se trate de una teoría de mi propia invención. Hay autoridades reconocidas en la materia y teorías contrastadas que avalan mi posición. Concédame usted cinco minutos de atención y me comprometo a demostrarle que la ciencia acepta lo que yo le propongo, por fantástica que pueda parecerle mi proposición.

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Cabe advertir que Collins va a usar aquí su habilidad de escritor para apoyar su argumentación. Para empezar, hay una ligera manipulación en la valoración de las fuentes y en las conclusiones que de ellas se derivan: por ejemplo, esa afirmación de que ‘la ciencia lo acepta’, a la luz de los testimonios que se van a mostrar, resulta demasiado fuerte.

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-En este libro, en primer lugar, se expone el principio filosófico en el cual me baso, descrito nada menos que por el doctor Carpenter. Léalo usted mismo.

Y me entregó el trozo de papel que servía de señalador en el libro. Allí estaban escritas las siguientes palabras: “Parece que hay fundamentos para creer que toda impresión sensorial que ha sido alguna vez recogida por la conciencia queda registrada, por así decirlo, en el cerebro y es susceptible de ser reproducida cierto tiempo después, aunque la mente no tenga conciencia de ella”.

-¿Lo ha comprendido?

-Perfectamente.

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Esa pregunta directa de Jennings (‘¿Lo ha comprendido?’) es en realidad un disimulado apóstrofe al lector, con el doble propósito de envolverlo en la respuesta (‘Perfectamente’) y de conducirlo a una aceptación implícita de las tesis sugeridas por el primero. Este mismo recurso, tanto a través de preguntas como de formas imperativas de los verbos, se repite a lo largo de todo el diálogo entre Blake y Jennings: allí donde Jennings dice ‘usted’, y donde Blake dice ‘yo’, podemos leer perfectamente ‘señor lector’, o sea, nosotros. (Cabe señalar que Cortázar utiliza un recurso equivalente en muchos diálogos de Rayuela, dirigiéndose implicitamente al lector con el estilo directo con que unos personajes se dirigen a otros: quizá lo tomase de Collins.) El propósito persuasivo de Collins continúa, por tanto, a caballo de las palabras y los gestos de Ezra Jennings:

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Empujó entonces el libro abierto sobre la mesa, hacia mí, y me señaló un pasaje subrayado con lápiz.

-Ahora –me dijo- lea el relato de un caso que guarda, en mi opinión, una estrecha relación con el suyo y con el experimento que le estoy proponiendo. Tenga en cuenta, señor Blake, antes de comenzar, que estamos hablando ahora de uno de los fisiólogos ingleses más importantes. El libro que tiene usted en las manos es la Fisiología humana del doctor Elliotson y el caso que cita el doctor viene avalado por la autoridad del famoso señor Combe

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Las encarecidas autoridades citadas por Jennings (los doctores Carpenter y Elliotson, el señor Combe) no son ficticias; las oportunas notas del traductor nos ayudan a situarlas:

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William Benjamin Carpenter (1813-1885) fue uno de los fundadores de la neurología comparativa y la psicología moderna. Su principal trabajo son los Principles of General and Comparative Phsysiology (1839).

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El médico inglés John Elliotson (1791-1868) estudió la hipnosis, el mesmerismo y la frenología.

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El fisiólogo y frenólogo Andrew Combe (1797-1847) adquirió notoriedad con sus Observations in Mental Derangement (1831) (...) La frenología fue una doctrina muy popular a finales del siglo XVIII y durante la primera mitad del XIX: explicaba la psicología y la conducta humana humanas de acuerdo con los abultamientos y formas del cráneo.

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Si el anterior pasaje de Carpenter leído por Blake contenía los fundamentos teóricos del asunto, el nuevo pasaje del libro de Elliotson que Jennings le señala al protagonista constituye ahora un caso particular, un ejemplo concreto, con pretendido valor probatorio:

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“El doctor Abel me contó el caso de cierto mozo de almacén, un irlandés que era incapaz de recordar, cuando estaba sobrio, lo que había hecho cuando estaba borracho; sin embargo, al volver a emborracharse, recordaba perfectamente lo que había hecho durante su período de embriaguez anterior. En cierta ocasión, estando borracho, perdió un paquete de cierto valor y en el período posterior de sobriedad no supo dar cuenta del mismo. Cuando se emborrachó otra vez recordó que había dejado el paquete en cierta casa; como el paquete no llevaba dirección, había permanecido a salvo y pudo recuperarlo cuando fue a buscarlo”.

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Y aquí el novelista repite el recurso que ya hemos analizado antes:

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-¿Lo entiende? –me preguntó Ezra Jennings.

-Está muy claro.

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Sin embargo, pese a estar ‘muy claro’, Jennings hace el amago de aquilatar su hipótesis con más pruebas:

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-Como puede ver, no he hablado sin un aval científico solvente –advirtió-Pero si aún no está convencido, no tengo más que ir a esa estantería y así podrá leer todos los pasajes sobre el asunto...

-Estoy plenamente convencido –le dije-, sin necesidad de leer una palabra más.

-En ese caso, podemos ahora volver a la cuestión de su interés personal por este asunto.

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Es cierto que las autoridades citadas por Jennings son reales, y que los pasajes aportados constituyen argumentos a favor de las tesis propuestas: pero resulta a todas luces exagerado hablar de ‘aval científico solvente’. Por un lado, el doctor Carpenter inicia su pasaje diciendo ‘Parece que hay fundamentos para creer...”, lo cual no resulta un dato muy científico, que digamos. Por el otro lado, el pasaje sobre el anónimo irlandés borracho está mediado por tres narradores distintos: Elliotson dice que Combe dice que el doctor Abel conoció el caso de... Finalmente: si realmente hay otros testimonios ‘solventes’ depositados en la estantería de Ezra Jennings, el raudo convencimiento de Franklin Blake nos veda el acceso a ellos; aquí, definitivamente, el autor nos la está jugando. Nos ha mostrado unos testimonios reales pero más bien débiles, discutibles, y es que no dispone de otros, aunque quiera dar la impresión de lo contrario: los que muestra son los más fuertes, sino los únicos, con los que cuenta. En definitiva: no, no hay certeza científica alguna, sino apenas unas pocas especulaciones, y unos escasos testimonios, por más que provengan de reputados investigadores. Franklin Blake se deja convencer en seguida; sin embargo, tan sólo el experimento al que se va a exponer dará la firmeza definitiva a ese convencimiento.

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Dirá usted que lanzo piedras sobre mi propio tejado; tanto el cuestionamiento de la solidez científica de los testimonios aportados por Collins –que, por añadidura, son decimonónicos-, como la delación de sus manipulaciones retóricas, van en detrimento de mi propia hipótesis sobre la doble lectura de Rayuela. En efecto: hasta aquí, a juzgar por lo dicho, podríamos quedarnos únicamente en que en La Piedra Lunar no hay certeza científica, y sí propósito persuasivo vinculado a la economía narrativa de la novela. Pero eso, en mi opinión, no es todo lo que hay, y no es lo principal; también está, en el fondo, la experiencia personal vivida por Wilkie Collins con el opio, y su voluntad de trasladarla al argumento de la novela, avalándola con los pocos comentarios científicos disponibles, y disimulando la escasez de los mismos con su saber hacer literario.

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Efectivamente, Ezra Jennings no va a dar ninguna ‘lección de psicología’, pero no para ahorrársela a su interlocutor, como pretende, sino porque simplemente no puede; sólo hay unas débiles ramas a las que cogerse, por ningún lado se ve el tronco del árbol. Collins lo sabe, y por eso insiste con sus triquiñuelas para persuadir a un lector que probablemente ‘desconoce absolutamente cuáles son los efectos del láudano’, que por tanto no debería ‘atreverse a dar una opinión al respecto’, y al que en suma no le quedaría más remedio que ‘aceptar lo que Collins le diga y asumir que está en lo cierto’, por más ‘fantástico’ que le parezca. Con sus artimañas, no es que Collins quiera hacernos comulgar con ruedas de molino: sino que intenta superar lo que prevé como dificultades derivadas de un asunto complicado. En realidad, por más que se intente racinalizar, argumentar y ejemplificar, la única forma de hacerse cargo plenamente de ese asunto es pasando por la misma experiencia.

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A favor de esta idea podemos aducir el siguiente fragmento del Prefacio a la obra, del propio autor, de 1868:

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Respecto al experimento psicológico que ocupa un lugar destacado en las últimas escenas de La Piedra Lunar, me he dejado guiar una vez más por lo principios citados [antes: señalar la influencia que el carácter de los individuos ejerce sobre las circunstancias]. De acuerdo con la documentación previa –extraída no sólo de los libros, sino también de labios de personas vivas que pueden considerarse verdaderas autoridades en la materia- y respecto al probable desenlace que dicho experimento habría tenido en la realidad, he preferido declinar el privilegio de todo novelista para imaginar lo que podría haber ocurrido y he estructurado mi relato de manera que las acciones fluyan como una consecuencia de lo que en verdad habría ocurrido... cosa que, me permito declarar ante el lector, es lo que realmente ocurre en estas páginas.

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Así pues, Collins confiesa que la principal fuente del experimento es el testimonio de personas vivas; aunque, en mi opinión, aquí está ocultando algo que quizá le acarrease problemas, a saber, que ese testimoniaje proviene en gran parte de sí mismo (¿cómo puede tener tanta seguridad, si no, en lo que ‘habría ocurrido’ realmente?).

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¿Y qué es lo que Collins dice, en definitiva, a partir de su experiencia? El diálogo entre el doctor Ezra Jennings y el joven Franklin Blake muestra las claves. En primer lugar, después de todo el despliegue persuasivo dirigido a convencer a Blake, Jennings expone sucintamente la cuestión:

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En ese estado de intoxicación mental debida al opio, usted podría haber hecho todo eso. (...) Al llegar la mañana, cuando los efectos del opio hubieran desaparecido con el sueño, se despertaría con tanta conciencia de lo que había hecho durante la noche como si hubiera estado en las antípodas.

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Y ahora llegamos a lo que es el núcleo del asunto, tanto para el argumento de La Piedra Lunar como para el caso que nos ocupa en el fondo:

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Si pudiéramos reproducir exactamente las circunstancias que se produjeron hace un año, sería fisiológicamente cierto que llegaríamos a un resultado exactamente igual al de entonces.

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Ésa es, justamente, la tesis: el estado psíquico procurado por una alteración de la conciencia constituye para la conciencia normal un compartimiento cognitivo prácticamente estanco, inaccesible. Parafraseando las palabras de Collins, aplicadas al caso de Rayuela, diríamos: si pudiéramos reproducir en nosotros el estado psíquico en que Cortázar escribió su libro, sería palpablemente cierto que llegaríamos a leerlo como la repetición de un episodio. Mientras no entremos en ese estado (el swing), o alguno aproximado (el entusiasmo, digo yo), el libro de Rayuela se nos muestra con la faz conocida hasta ahora: o sea, como un relato continuo. Me interesa subrayar dos diferencias importantes entre el libro de Cortázar y lo descrito en La Piedra Lunar: por un lado, lo que para el libro de Collins incumbe a un solo individuo –Franklin Blake-, en el caso de Rayuela implica a dos individuos distintos –el autor y su lector-; así pues, el mismo fenómeno está situado en niveles estructurales distintos, con alcances distintos. Por el otro lado, a diferencia del personaje de Collins, que es incapaz de recordar por sí mismo, Cortázar maneja la cuestión a plena conciencia y la incorpora con toda la intención y todo el cálculo a la composición de su libro.

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Pero ambas obras coinciden en algo muy importante: en el fondo, para hacerse cargo cabal del asunto, uno debe pasar por la misma experiencia. Las argucias retóricas de Collins están justificadas: en realidad, se trata de asumir que nos encontramos ante un oscuro misterio de la conciencia que la ciencia todavía no ha llegado a iluminar, pero al que han tenido acceso directo ciertas personas a lo largo de la historia. Esa es la cuestión para Collins, y también para mí. El doble aprendizaje de Carlos Castaneda; el argumento concebido por Wilkie Collins; la reflexión elaborada por el dr. Carpenter; el testimonio aducido por el sr. Combe; el libro doble concebido por Julio Cortázar: no estamos hablando de argumentos científicos, sino de testimonios. Y la única manera de refrendar personalmente esos testimonios, por lo que parece, es experimentando uno mismo.

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Estos, los enumerados, son los casos con los que contamos hasta ahora: un pseudo-antropólogo no reconocido; una novela fantasiosa; unos científicos desfasados; un irlandés borracho; y finalmente un servidor, un piantado desconocido que lee Rayuela en una forma enigmática y exclusiva. No es para tirar cohetes, que digamos. Pero no se vayan todavía: yo sí guardo en mi estantería un nuevo testimonio que puede, quizás, convencerles. En la jornada próxima de este blog contemplaremos este nuevo caso, ahora indiscutiblemente histórico: se trata de uno entre los catorce Momentos estelares de la humanidad consignados por Stefan Zweig en el que algunos consideran su mejor libro. No les diré de cuál de esos momentos estelares se trata, en concreto, hasta que llegue el momento de exponerlo (el próximo 11 de septiembre); a ver si ustedes mismos lo descubren. ¡Hasta entonces!

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